La escultura del profeta Daniel (s. XII), emplazada en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santigo, es una obra cumbre del arte medieval europeo y su sonrisa es considerada por muchos la primera esculpida en piedra en la Europa medieval. Es la escultura más buscada por cuantos peregrinos se acercan a contemplar este conjunto histórico. Xosé Filgueira Valverde expresó que con esta pieza en las manos del maestro Mateo, la piedra sonrió otra vez. Se ha apuntado en alguna ocasión que lo hace ante los peregrinos. Ciertamente hacía mucho tiempo que el arte occidental había descubierto la sonrisa de la piedra, allá en la Grecia clásica, pero se había relegado hasta entonces. Los escultores griegos del período arcaico intentaron insuflarles vida a sus estatuas, confiriéndoles progresivamente mayor autonomía y libertad a cada uno de los miembros del cuerpo. Sus rostros transmitían la llamada “sonrisa arcaica”, una especie de rictus que proporcionaba a la cara una apariencia de alegría y de bondad. Sin embargo, esa dulce impresión que tanto fascinó a estetas e historiadores no era más que una receta de taller, fruto de una manera de trabajar la piedra, en la que la faz se componía de dos partes simétricas y seguía la forma de un plano oblicuo que obligaba, en cierto modo, a doblar hacia arriba la línea de los labios.
El hecho de que los protagonistas de este arte arcaico fueran chicos -kouroi- y chicas -korai- contribuía, sin duda, a rendir más su sonrisa, ya que sus mofletudas caras subrayaban especialmente la concavidad de la boca. De ahí la grandeza de esta obra en la catedral de Santiago, pues en su seno, después de muchas centurias de olvido, el citado gesto volvió con un aire revolucionario a la escultura monumental, según el análisis realizado por Manuel Castiñeiras para la exposición O sorriso de Daniel [La sonrisa de Daniel] organizada por el Consello da Cultura Galega, bajo el epígrafe de O profeta Daniel na arte europea [El profeta Daniel en el arte europeo].
Castiñeiras sostiene que el escultor que se encargó de realizar el grupo de los profetas mayores, en la parte izquierda del pórtico central, era indiscutiblemente uno de los más aventajados.
Las figuras de cuerpo entero de Moisés, Isaías, Daniel y Jeremías tienen una destacada presencia, a pesar de que, sin ninguna duda, el joven Daniel es el más célebre de todos ellos. En su cabeza se produce el hechizo del retorno de la sonrisa de una nueva forma. No se trata de una sencilla seña, carente de contenido, sino de un gesto lleno de intencionalidad. El profeta tiene la cabeza tocada por unos cabellos muy plásticos, con melenas que adoptan la forma de la concha de caracol. Los ojos, grandes y almendrados, muestran su viveza bajo unas altas y corvas cejas que remarcan una abombada y amplia cabeza. Las mejillas plenas enmarcan la endeble sonrisa que, al entreabrir los labios, deja ver el blanco de los dientes y perfila la cuenca de la barbilla. Ciertamente, el autor de esta cabeza y de otras del Pórtico conocía bien los principios de la anatomía y fisonomía humanas. Su aspecto adolescente e ingenuo contrasta con la figura que tiene de espaldas, el anciano y cejudo Isaías. Este aspecto constituye uno de los más celebrados del Pórtico por parte de los historiadores del arte. Los altorrelieves de profetas y apóstoles consiguen un elevado grado de humanización, no sólo por el tamaño de las figuras, sino también por la expresividad y variedad de sus rostros.
Ese naturalismo tuvo que producir un importante efecto en el espectador de la época, que no estaba acostumbrado a la veracidad en el arte y, menos aún, a que las esculturas simularan hablar entre sí en una sagrada conversación. No se ceñía tan sólo a hablar entre parejas de personajes contiguos, que llamaron la atención de Rosalía de Castro, sino que iba más allá e incluso establecía, como en el caso de Daniel, diálogos visuales a distancia con otras figuras. De ahí que el profesor americano Arthur Kingsley Porter, experto en el arte del Camino de Santiago, no dudara en el año 1923 en destacar con entusiasmo esa expresión vívida y naturalista del Pórtico que antecedía, a su entender, a las conquistas del arte renacentista y que descendía al nivel del peregrino en una excepcional concesión al espectador cotidiano: “Estas figuras verdaderamente asustan, pues parecen venir hacia nosotros; su efecto puede ser comparado con el producido por ciertos pintores florentinos del Quattrocento como Castagno o Pollaiuolo. Uno se da cuenta de su existencia con extraordinaria facilidad. Ellas anticipan el naturalismo de Claus Sluter. No estamos aquí ante el simbólico y dogmático arte del gótico de las catedrales del norte. Es mucho más que un buen realismo naturalista no exento de popularidad; un arte que impresionaría rápidamente a las multitudes de paso y no requeriría un concienzudo estudio para apreciarlo. En todo eso es justo ver el punto de vista del peregrino medio con su interés por lo extraordinario.”
Esa indudable relación entre las esculturas y el espectador es una de las experiencias más comunes para quien se acerca a este conjunto. El visitante se siente inmerso en una arquitectura habitada, entre un grupo de figuras que le circundan hablando entre sí. El realismo de la mirada de los apóstoles, de los profetas o de los diablos fue el responsable de la inquietud y del miedo que la misma Rosalía de Castro experimentó en su célebre poema En la catedral. Verdaderamente, el peregrino que finaliza su camino puede encontrar en esta obra en piedra mucho consuelo para sus aflicciones.
Muy posiblemente desde sus inicios el conjunto compostelano despertó entre los contemporáneos sorpresas y ciertas susceptibilidades por su modernidad. De hecho, el Jeremías que está a la izquierda de Daniel exhibe una cartela que parece casi un aviso para el espectador: Opus artificum universa [todo es obra del artífice]. La frase, que bien había podido ser interpretada como una firma de la vanidad del artista que se exalta de la excelencia de su arte, se convierte, en las manos del profeta, en una invitación a no dejarse persuadir por la belleza material. La cita está tomada del texto bíblico de Jeremías cuando se refiere a la vana sunt idola [falsedad de los ídolos], los cuales no son más que un mero opus artificis [trabajo de artistas]. En esa dialéctica medieval entre materia y espíritu, se advierte así al visitante de los peligros de dejarse persuadir por un arte tan realista y suntuoso como el que se exhibía en el Pórtico.
El folclore vinculado al Pórtico de la Gloria, transmitido de generación en generación, se recreó con cariño en esa carnalidad de las estatuas. Esto provocó que se dijera que la mundana y exuberante figura femenina situada enfrente de Daniel, en la contrafachada, de grandes pechos, había sido la responsable de la sonrisa. Para remediar el escándalo, los curas obligaron a reducir los senos de la dama, que había sido identificada por el vulgo como Esther, la reina Urraca o Santa Ádega, pero que en la actualidad se cree que es la reina de Saba.
En la serie de estatuas-columnas de apóstoles y profetas, ese tratamiento naturalista de caras, atuendos y posturas le da al conjunto un aspecto casi teatral. En esta gran representación destaca el cuidado que se puso en el empleo del color, así como el acento en la variedad fisonómica y en la profundidad psicológica de los rostros. Muchos autores atribuyeron estas cuotas de realismo al bizantinismo de la composición, a través de corrientes llegadas de Inglaterra, Renania o Sicilia a través del Camino, a las que se les añade el conocimiento del primer arte gótico, sobre todo en la nueva relación de las figuras con el espacio en el caso del Apocalipsis. Todo eso convierte a Compostela en un importante centro catalizador del arte europeo de fines del siglo XII, es decir, en un ejemplo de un arte internacionalista.
Esos rostros de profetas y apóstoles tienen algo de nuevo y especial, por eso el gesto de Daniel continúa engañándonos todavía en la actualidad. Se dice en el Antiguo Testamento que este profeta se rio dos veces ante el rey Ciro, primero cuando le preguntó si no creía que Bel era un dios vivo y luego cuando el profeta le descubrió la falsedad del ídolo y el engaño de sus sacerdotes. Pero la sonrisa también indica su juventud y su ingenuidad. De hecho, encontramos esbozado un gesto semejante pero muy contenido en el rostro inclinado de San Juan, el apóstol más joven. Estaríamos, por tanto, ante un intento de caracterización tipológica de la edad, que parece estar bien codificada en la serie del Pórtico. En efecto, si cogemos las cabezas de los cuatro profetas mayores -Moisés, Isaías, Daniel y Jeremías- todos en el lado norte de la puerta principal, tenemos la sensación de estar en presencia de distintas edades y temperamentos del hombre. Un adolescente e imberbe Daniel, un maduro Jeremías y dos arrugados y ancianos Moisés e Isaías. Así, del rostro pleno y sonriente de Daniel pasamos a la serena plenitud del barbado Jeremías para luego rematar en los hirsutos ancianos que, con la piel acartonada pegada a los huesos, muestran un nervioso gesto iracundo, en el caso de Isaías, y una mirada vaga y perdida en Moisés. Con mucha probabilidad, y siguiendo la mentalidad medieval, el escultor quiso plasmar en la piedra los cuatro caracteres humanos: el sanguíneo Daniel, el flemático Jeremías, el melancólico Isaías y el colérico Moisés. Estas complexiones, tal y como se describen en los tratados medievales, coinciden con el retrato que la Biblia ofrece de cada uno de ellos.
No se puede olvidar que en la escultura monumental del Camino de Santiago existían precedentes de la representación del Libro de Daniel, concretamente a lo largo de la Vía Podiense. De hecho, en el claustro de Moissac (1090-1100), un capitel de la galería sur, narra el sueño de Nabucodonosor con la figuración del rey salvaje y gateando, en tanto que el tímpano de Beaulieu (1140), que despliega un programa iconográfico tantas veces parangonado con el del Pórtico, presenta un dintel de dos registros testigos de las bestias de la visión de Daniel. No hay, pues, ninguna duda de que el taller del maestro Mateo accedió a un ciclo vetestamentario con ilustraciones del Libro de Daniel, las cuales, seleccionadas y mezcladas para decorar las bases, formaron parte de un programa iconográfico triunfal. Por lo demás, la combinación en un mismo contexto programático de los repertorios del Libro de Daniel y del Apocalipsis que se da en el Pórtico de la Gloria tiene precedentes en las ilustraciones hispánicas en los Comentarios al Apocalipsis, de Beato de Liébana.
El hispanista inglés John Rutherford, traductor y divulgador de la literatura española y gallega en su país, ingresó como académico honorario en la Real Academia Galega (RAG), con un discurso titulado O fermoso sorriso de Daniel [La hermosa sonrisa de Daniel] que hace referencia a la enigmática sonrisa de esta figura del profeta en el Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana. Rutherford, además de su vinculación profesional y afectiva a Galicia, es un viajero infatigable y amante del Camino de Santiago. [IM]