Xacopediapicaresca

Acrisolada raigambre tiene la picaresca en el Camino del Apóstol. Acompañó a los peregrinos desde el comienzo, con los comprensibles altibajos de un complejo hecho religioso-social que se prolonga durante un milenio, y que ahora, en el amanecer del segundo, rebrota como una de esas malas hierbas capaces de hacer intransitable el mejor de los caminos. En ese acompañamiento, parece como que hubiera un determinismo fatal mas este no lo es tanto si se piensa que los ingredientes, en dosis muy altas, fueron la fe -esa fe absoluta, total, de la Edad Media, que, como explicación del éxito prodigioso del Camino, sustenta Yves Boittineau-, el dinero y el vino; todo ello llevado con prisas por una multitud abigarrada, con idiomas diversos y confiada -en el Codex Calixtinus se decía- en que el señor Santiago les protegería durante la aventura de su arriesgado viaje hasta el lugar donde “se guardan los sagrados restos del Apóstol que estuvieron en contacto con el mismo Dios, cuando estaba presente en carne humana” y allí, gracias al poder numinoso de Santiago se producían grandes milagros.

Dejando a un lado, solo de momento, a quienes hacen la romería gratis, los pícaros profesionales del Camino, conocidos incluso con nombre propio -gallofos, bordoneros, coquillards, etc.- junto a la picaresca de la mendicidad de vagos, vagabundos, cómicos y cantores destemplados que van pidiendo limosna a lo largo del Camino -alguno de los cuales regresa a su casa con el dinero suficiente hasta poder servir de dote a una hija casadera-; lo constatable es que para hacer la larga peregrinación hasta Santiago y regresar, se precisaba ser rico.

Dígase lo que se quiera, los pobres, salvo rarísimas excepciones, nunca pudieron ir a Compostela. Cierto es que hubo instituciones hospitalarias de todo tipo y disposiciones regias para facilitar el tránsito de los romeros, pero la regularidad de las atenciones y su quantum no estuvo nunca asegurado y las necesidades del viajero, durante meses, eran cotidianas. Además había otros gastos; al finis terrae ni siquiera los romeros menos acomodados caminaron con las manos vacías: la Ofrenda al Apóstol era obligatoria y al regreso, aunque solo fuese una pluma, algún recuerdo tenían que traer, sino, nadie les creería.

Todo lo anterior es conocido y bien anotado por una serie de bribones y farsantes. En el Liber peregrinationis del Codex, se informa a los peregrinos “para que se preocupen de proveer a los gastos de viaje, cuando partan para Santiago”. Y en el sermón Veneranda dies del mismo Codex, se les previene a los santiaguistas contra las mañas de toda una tribu de farsantes y granujas pícaros que se posicionan, al acecho de su paso, para esquilmarlos. El santo papa Calixto insulta a estos aprovechados y les excomulga cien veces: portazgueros -con raíces en la nobleza- y barqueros granujas; vendedores y falsificadores de credenciales y compostelanas; negociantes farsantes y ralea asimilada de mañosos falsificadores de conchas y azabaches. “Falsos banqueros y cambistas”, así consta en el relato histórico de un peregrino italiano que se ve precisado a cambiar sus monedas de origen en siete ocasiones hasta llegar a Compostela.

Pero el rey de la picaresca de todos estos acechantes es el mismo de la novela hispana de tal género: el mesonero, del que la pícara Justina, en Mansilla de las Mulas, es la heredera más lograda, aunque encaja mal en la picaresca genuina ya que para ser tal, tiene que contener una brizna de burla con algo de gracia: que el espectador pueda esbozar una sonrisa -procurando incluso no ser visto-, pero en la mesonera de Mansilla solo aparece el desnudo aprovechamiento femenino. Juan Uría, refiriéndose a venteros y mesoneros, dice que desde la antigüedad parecen llevar consigo como un estigma infamante. En el Codex se leen de seguido, y con una mueca entre indignada y sonriente, las continuas y pintorescas marrullerías y engaños que hacen “los malvados mesoneros” a los ingenuos peregrinos. “En el camino francés dan gato por res” y “ave de paso, garrotazo”. Aprovecharse del dinero de los peregrinos con pícaras artes, incluso hasta después de su muerte, fue una constante nunca desarraigada, pese a todas las disposiciones legales que intentaron evitarlo.

Entre quienes van andando, nos topamos con una cáfila de auténticos pícaros: vagabundos, mendigos profesionales-peregrinos, entre ellos el muy curioso género de quienes hacen la peregrinación desnuda o piden limosna de tal guisa -forrándose de ajos y vino puro-, para llamar más a compasión -obtienen limosnas y ropa que venden ipso facto-. Una pícara brabanzona desnuda tima a los Reyes Católicos en Santiago con esa argucia; les saca 446 maravedíes para la tela y dos reales más para hechuras. Y siguen engrosando la cáfila gallofos, bordoneros y coquillards, expertos en “hacer la rueda”, pasando de un hospital a otro; en lugares como Astorga tienen que tomar expeditivas medidas contra ellos. En París eran más severos, la función de echarlos manu militari de los hospitales le era encomendada al verdugo de la ciudad. Otros se apuntan dos veces a la cola del condumio benéfico de los hospitales y estos arbitrarán la precaución de hacerles una muesca en el bordón para evitarlo -hay datos de tal medida en los grandes hospitales de Roncesvalles, del Rey en Burgos, de San Marcos en León y de los Reyes Católicos en Santiago-.

En el libro Pícaros y picaresca en el Camino de Santiago se llega a decir que “el sueño de un pícaro lo hace realidad el Camino Francés”, y se mantiene, a partir de Antonio de Nebrija y otros autores, la acuñación en el Camino de Santiago de la palabra pícaro y sus derivados.

Del vino puede decirse que acompañó a los santiaguistas, hombres, mujeres y hasta niños, como su sombra. Fue, junto con la fe, el gran lenitivo contra las asperezas y peligros de la aventura de la peregrinación. Sin él, la prodigiosa senda es hasta probable que no hubiera existido o hubiera sido mucho menos cosaria, más grave y algo distinta. El vino llegó a alcanzar gran protagonismo, no solo por los reiterados engaños y mistificaciones que con él se hicieron a los romeros, sino también por los problemas que su consumo ocasionó, tan habitual como destemplado, hasta el punto de que vino, borracheras y afines se mencionan en el Calixtino en 62 ocasiones. La calabaza vinatera fue siempre fiel compañera de la vieira en la indumentaria jacobita. No es preciso hacer un esfuerzo para imaginarse las páginas desenfadadas que con la tinta del vino se han escrito en este milenio de la peregrinación. Famosos pícaros de la estrada santiaguista, como Nicola Albani y Guillermo Manier, se encuentran entre quienes nos han dejado alguna de estas alegres páginas.

Como hecho religioso que es la peregrinación, la Iglesia va a tener un alto protagonismo en la picaresca, tanto “la Iglesia que camina”, en la que vemos desfilar el pleno de la bohemia religiosa -zarlos con traje talar, falsos penitenciarios, clérigos trotamundos, giróvagos y hasta alguna malmonjada- como la Iglesia, más paciente y organizada, que aguarda el paso de los jacobípetas para deslumbrarlos con sus milagros y reliquias y hacerse con sus limosnas.

Llega a tal grado el paroxismo por las reliquias que la picaresca alcanza cotas sublimes en la sagrada Vía: invenciones en todos los sentidos, píos latrocinios con su justificación; multiplicaciones -en el Camino Francés se contaron cinco conventos de monjas venerando el prepucio del Niño Jesús-; reliquias fantásticas en grado extremo de la puerta del Paraíso, del barro con el que fue plasmado Adán, etc., reliquias cuyo pintoresquismo e imposibilidad radical hacen pensar si eran tontos o qué es lo que eran quienes las presentaban a los fieles peregrinos y quienes las admiraban -plumas de los arcángeles San Miguel y San Rafael, la calavera de San Juan Bautista cuando niño, un suspiro de San José guardado en una botellita, herraduras del caballo de Santiago, etc.

El que pícaros redomados hiciesen colar tales reliquias, de ordinario acompañadas con sellos de autenticidad, sólo resulta comprensible por suponer idénticas cualidades en los destinatarios para su exhibición y lucro consecuente. La obnubilación de los jacobitas, caminantes fascinados, en penoso y costoso viaje al finis terrae para venerar la insigne reliquia, corporal de primera clase, de Santiago, metidos en un maremágnum de prodigios trampantojos y deslumbramientos, hace comprensible que no objetasen demasiado lo que tanto les había costado contemplar. El libro V del Codex declara en tono imperativo: “Cuerpos de santos que descansan en el Camino de Santiago y que han de visitar los peregrinos”. El “mandante”, muy posiblemente el culto y apicarado clérigo, Aymeric Picaud, es un defensor apasionado de las reliquias: fantástico execrador de las falsas, aunque la más falsa de todas, la de San Eutropio, es la que más defiende.

En el trapicheo de las reliquias vemos a los más genuinos pícaros del Camino. Por las calles del Burgo del siglo XVI, pululan Pedro de Urdemalas, Juan de Voto a Dios, y Mátalascallando; los dos últimos vendiendo reliquias de las cintas pasadas por el cuerpo de San Juan de Ortega para empreñarse las mujeres de un hijo varón.

La picaresca en el nuevo milenio resucita, acomodada a los tiempos; situaciones que se creían irrepetibles, pero que el boom de la masificación ha hecho posibles. Con todo, creemos que el riesgo más notable de la actual picaresca en el Camino de Santiago es el abuso del prestigio de la peregrinación jacobea. [PAB]


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