Durante la Edad Media y siglos posteriores se denominaba sancto peregrino a quien fallecía camino de Compostela o en la misma ciudad-meta debido a las penalidades del casi siempre largo viaje o por algún problema de salud. Perder la vida marchando al encuentro con uno de los apóstoles de Cristo, como era Santiago, se consideraba un hecho espiritual de máximo valor y los peregrinos muertos en esta misión recibían indulgencia plenaria de las penas temporales -sólo ellos las obtenían de manera automática- a las que hubiesen sido sometidos por sus pecados, pasando a formar parte de los bienaventurados de Dios. El peregrino recibía esta indulgencia por intercesión divina.
Desde finales del siglo XX, con el renacer de las peregrinaciones jacobeas, la catedral de Santiago concede, a través de la Oficina del Peregrino, un certificado parecido a la compostela para las personas que pierden la vida en el Camino. En él se destaca el lugar donde el fallecido o fallecida terminó su “peregrinación terrena” y se ruega la intercesión del Apóstol.
La frecuencia de la muerte en el Camino llevó a que numerosos hospitales de peregrinos a lo largo de las rutas jacobeas contasen, al menos desde el siglo XI, con pequeños cementerios, que también se utilizaban en algunos casos para enterrar a los pobres. En casi todos los hospitales había un religioso que atendía de forma especial a los peregrinos en peligro de muerte. “La razón de esta manera de proceder parte del concepto de sagrado que tiene la persona del peregrino”, señala Elías Valiña, en su estudio histórico-jurídico sobre el Camino. El entierro se realizaba con todas las honras posibles en el lugar. En Oviedo, por ejemplo, existía un estatuto específico (s. XVI) para estos casos donde se observa la gran solemnidad concedida a este hecho. Las cofradías contaban con personas encargadas de este cometido. Se daban casos de cementerios dedicados de forma más o menos exclusiva a peregrinos de una determinada nacionalidad y otros en los que se enterraban a estos y a hospitaleros.
El ejemplo más evidente de esta alta consideración hacia el ‘santo peregrino’ que fallecía en el camino lo encontramos en el cementerio con el que contó, con este nombre, Santiago de Compostela. Estaba en una de las puertas de salida de la antigua muralla de la ciudad, la que ya el Codex Calixtinus cita en el siglo XII como “Porta de sancto Peregrino”, en alusión -aunque no lo especifique- al acceso hacia dicho cementerio. La puerta, en la rampa actual de bajada hacia la calle Huertas, miraba hacia el oeste y por sus inmediaciones salía y sigue saliendo el camino jacobeo hacia el Finisterrae.
Esta puerta, desaparecida en el siglo XVIII para facilitar la construcción del actual palacio de Raxoi y las dotaciones del Hospital Real contiguo -actual Hostal de los Reyes Católicos-, entre cuyas dos grandes construcciones estaría hoy, de conservarse, lleva a considerar que el cementerio ocupaba el entorno inmediato a la actual calle Huertas, muy próximo al Pazo de Raxoi y a la iglesia de San Fructuoso. El lugar también se conoció desde La Baja Edad Media como puerta de la Trinidad, al existir en sus inmediaciones una iglesia del mismo nombre, ya desaparecida, que se conocía también como iglesia de los Peregrinos.
El cementerio compostelano del Santo Peregrino estuvo en servicio al menos desde el siglo XII hasta entrado el XVIII, cuando con la construcción del Pazo de Raxoi y otros edificios se urbaniza esta zona extramuros. Desde principios del siglo XVI, con el levantamiento del Hospital Real, prestó servicio a este gran centro de atención a los peregrinos, el mayor de España, con el de Roncesvalles, hospital del Rey de Burgos y San Marcos, en León. En 1965 se descubrió en San Fructuoso la lápida de Ángel Blanco de Salzedo, canónigo de la catedral y administrador de este Gran Hospital, quien manda enterrarse en dicho cementerio en 1710. Es un ejemplo de la alta consideración concedida a este camposanto.
Se procuraba enterrar al peregrino con una concha de vieira, cuando menos en el siglo XII. Así sería identificado como un amigo del apóstol Santiago y este podría interceder por él más fácilmente. Parece ser que era frecuente la visita a este cementerio de los peregrinos que llegaban a la ciudad, una forma simbólica de reconocerse en aquellos que habían entregado su vida a la peregrinación y que adquirían por ello la simbólica condición de santos. La puerta del Santo Peregrino era también, en este sentido, una puerta hacia el Cielo.
La tradición del santo peregrino se retomó, en cierto sentido, en las dos últimas décadas del siglo XX con la nueva eclosión de la peregrinación. Desde principios de los ochenta hasta finales de la primera década del siglo XXI son al menos medio centenar de personas, de las más diversas nacionalidades, las que han dejado su vida en las rutas a Compostela, casi todas ellas en el Camino Francés a través del norte de España. También casi todas fallecieron en dirección a Santiago, con alguna excepción como la del holandés Adrianus H. Nicolaas Theeuwes, muerto en accidente de tráfico en 1995 cuando regresaba a su país en bicicleta.
La fuerza simbólica de estas muertes ha llevado a que desde finales de los años ochenta se les dedicasen pequeños monumentos funerarios en el mismo lugar del fallecimiento. El primero de ellos fue el dedicado en 1987 en Navarrete (La Rioja) a la peregrina belga Alice Craemer. En los años siguientes proliferaron por gran parte del Camino, en forma de cruces, bicicletas alusivas, pequeños monolitos, placas, etc. Entre los primeros muertos en ruta a principios del siglo XXI figuran el finlandés Juoko Tyyn en 2001, en Ponferrada; y ya en 2002 Mary Catherine Kimpton, en Estella, o el japonés Shingo Yamashita, en el puerto de Erro (Navarra), todos ellos en el Camino Francés y con pequeños monumentos que los recuerda. La Oficina del Peregrino de Santiago promovió alguno de ellos. Otros responden a la iniciativa de asociaciones de amigos del Camino, amigos del fallecido o fallecida, sacerdotes, etc.
Algunos de estos pequeños monumentos se han incorporado a los ritos del peregrino en ruta como lugares de especial intensidad para la meditación espiritual y la evocación, como lo demuestra el hecho de que varios de estos monumentos se hayan convertido en pequeños y nuevos humilladeros en los que los peregrinos depositan piedras, pensamientos y deseos por escrito. Late aquí, sin duda, el espíritu de los nuevos “santos peregrinos”, entendiendo la expresión en sentido amplio, dado que varios de los fallecidos no tenían sentimientos religiosos concretos.
La principal causa de muerte actual para los que realizan el Camino a pie son los problemas cardíacos, en tanto que los que marchan en bicicleta tienen un gran enemigo en los accidentes de tráfico. A finales del siglo XX se incorporó un nuevo motivo: la muerte por ahogamiento en el cabo Fisterra, donde algunos peregrinos quisieron convertir en costumbre los baños rituales en este -para algunos- punto final definitivo del camino a Santiago. Una de las primeras víctimas de esta práctica, que actualmente se concentra en la cercana y más segura playa de Langosteira, fue el navarro Francisco Javier Azcona, en marzo de 1999.
A finales de los pasados años ochenta se impuso como costumbre el hecho de que familiares y amigos de los peregrinos fallecidos completen por ellos la peregrinación. Surge de nuevo la sacralidad -religiosa o no en el presente- del peregrino. Una recreación libre de esta nueva costumbre se narra en la película The Way (2009), protagonizada por el actor norteamericano de origen gallego Martin Sheen. [MR]