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Una duda inquietante para todos los que iniciaban el Camino de Santiago era cómo se entenderían con la gente que, de modo obligado, habrían de encontrarse y de tratar a lo largo de su peregrinación. El toparse con varios idiomas y aún con condenados dialectos era un encuentro inevitable. La multitud de lenguas vernáculas que se acercaban a Compostela era considerable: el Codex las recoge, anticipando que “a este lugar vienen los pueblos bárbaros y los que habitan en todos los climas del orbe”.

El problema del entendimiento, en realidad, no lo era tanto: la gran mayoría de los santiaguistas, durante los siglos de mayor pujanza de la peregrinación, viajaban agrupados, incluso existían conocidos lugares que actuaban como colectores de los jacobípetas: París, Tours, Vézelay, Arlés, etc., y los guías de estos grupos, es de suponer, eran conocedores del idioma y costumbres de los territorios que debían atravesar.

Por otro lado, el latín medieval, del que el viejo y sabio dicho rezaba “el vino y el latín van a todas las partes”, se erigía como lengua franca a lo largo del Camino, jalonado de instituciones caritativas a las que la Iglesia no era ajena. Aunque una gran parte de la población no sabía leer ni escribir (se ha calculado que en el ilustrado Siglo de Oro en España eran analfabetos el 70% de los hombres y el 90% de las mujeres), como norma, los que podríamos llamar “más espabilados” eran quienes ha-cían el Camino y sus circunstancias, velis nolis, forzaban, antaño como hogaño, a afinar la expresividad y el entendimiento en el universal lenguaje mímico: el hambre, la sed, el cansancio, el dolor, el dinero y hasta el asombro se pueden expresar con gestos.

Por otra parte, las necesidades de quienes se desplazaban como genuinos santiaguistas, a lo suyo y nada más, eran muy genéricas, nada complicadas y fáciles de entender, además de repetitivas. Los hospitaleros poco esfuerzo tenían que hacer para entenderlos y la gran preocupación por el descargo de los pecados estaba solventada, al menos en todos los grandes centros hospitalarios, por la presencia de confesores en varios idiomas, lo que llegaba a su cenit en la gran basílica compostelana.

Sí es cierto que, en alguna zona, como en el territorio de vascos y navarros, del que nos habla Aymeric en el Codex, el lenguaje era un obstáculo notable; de hecho, el ilustre clérigo se cuidaba de dejar en su guía la traducción de palabras útiles en lo divino y humano, en este último grupo señala que al pan le llaman orgui; al vino, ardum; a la carne, aragui; al pescado, araign y a la casa echea.

Cuando las intenciones de los peregrinos iban más allá de lo piadoso, ya se cuidaban ellos de aprender lo que les interesaba. Es entendido por todos el ejemplo de Arnauld von Harff, quien se hace traducir de su pensamiento en alemán “linda jovencita, ven a acostarte conmigo”.

La pregunta para estos comienzos del siglo XXI se responde en términos similares a los de antaño, solo que la lengua franca ha pasado a ser el inglés y sigue funcionando la tradicional solidaridad del Camino, por lo que, en los albergues, siempre se encuentra alguien dispuesto a traducir al resto de los caminantes. También, en la totalidad de los hospitales y albergues de peregrinos, figuran letreros, junto al español, en los idiomas más usuales, a los que acompañan ilustraciones que recogen lo principal que debe conocer un peregrino. Acabo de visitar uno de estos albergues [año 2009] y me encuentro con que esto “principal” lo han añadido, a pluma, también en coreano. [PAB]

V. lenguajero


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