La cultura jacobea es un producto histórico-cultural y religioso que se presenta de forma indisociable como una realización española y europea. El descubrimiento del sepulcro atribuido a Santiago se produce hacia los años 820-830 en un perdido rincón del extremo occidental del pequeño y acosado reino asturiano, origen de la España cristiana medieval que surge a partir del siglo VIII. Son los monarcas de este reino, seguidos de los que vendrán en los siglos inmediatos en los reinos leonés, castellano, navarro y aragonés, los que van a dar forma definitiva a la expansión del culto jacobeo como un fenómeno hispano y, sobre todo, los que abrirán el Camino de Santiago -el llamado Camino Francés-, que va a enlazar todo el norte cristiano peninsular con la Europa extendida más allá de los Pirineos. La iniciativa fue recíproca: la Europa cristiana respondió de forma sorprendente a la llamada de un camino que recorría todo el norte peninsular hacia el extremo occidental del mundo conocido con una fe, una devoción y un espíritu de sacrificio, que sólo se entienden dentro del ideario espiritual de un hombre medieval para el que esta vida era un tránsito hacia otra redentora y celestial.
Como han destacado diversos autores contemporáneos, gran parte de la europeidad española se construyó a través del Camino de Santiago. Pero al mismo tiempo que esto sucedía, el mito jacobeo se convertía en esencia de la españolidad a través de los milagros y leyendas que, en el largo proceso de ocho de siglos de lucha contra los musulmanes en el territorio peninsular, vincularon al Apóstol con todo tipo de hechos militares y guerreros favorables a las tropas cristianas.
Vamos a resumir la historia española de este proceso de unos 1.200 años, que ofrece, por supuesto, lados oscuros, momentos de difícil concreción y, en ocasiones, contradicciones. Llegaremos hasta el presente, cuando, superados en gran medida viejos recelos, la cultura jacobea española -entendemos la expresión en un sentido amplio que va más allá de la incuestionable evidencia religiosa- ha logrado generar un renovado encuentro con Europa y el mundo. Lo ha hecho gracias a un Camino de Santiago que ha sabido redescubrirse como un espacio plural y de encuentro solidario y pacífico, sin chocar ni ofender la devoción al Apóstol, que también se ha visto enriquecida. Su éxito se evidencia en la constante recuperación y propuesta de nuevos itinerarios españoles a Compostela para realizar la peregrinación jacobea tradicional, por medios no motorizados.
Si hacemos caso a las tradiciones y leyendas, la relación hispana con lo jacobeo se remonta al siglo I, cuando el apóstol Santiago habría llegado al territorio peninsular para evangelizarlo. En su camino se encontraría con todo tipo de dificultades y por ello recibía el aliento de la Virgen María en Zaragoza, que se le aparecería, aún en carne mortal, para darle ánimos y, de paso, propiciar el nacimiento de este otro mito de la españolidad vinculado al universo jacobeo.
Tras la ardua labor peninsular, el Apóstol regresaría a Jerusalén. Sin embargo, es sabido que la propuesta de la evangelización única de Santiago de la Hispania romana chocó ya desde la Alta Edad Media con la tradición de los varones apostólicos, que habrían sido enviados por San Pedro y San Pablo desde Roma con idéntica misión. El mundo jacobeo intentó remediar esta competencia incluyendo a los varones como parte de su propia tradición. Y lo logró, al ser la que se impuso de manera evidente.
El mito fundacional de la cristianización española en torno a Santiago se completa con el relato de la traslación de sus restos, una vez martirizado en Jerusalén, y su sepultura en el extremo más occidental al que había llevado su misión, como símbolo de la dimensión ecuménica del cristianismo.
Pese a la expansión lograda por estas tradiciones al menos desde el siglo IX, tras el descubrimiento del sepulcro, lo cierto es que la Hispania romana vivió su propio proceso histórico de lenta y progresiva implantación de la religión cristiana ajena al hecho jacobeo. Sólo la invasión árabe-musulmana de la península a principios del siglo VIII hará que surja y se desarrolle el mito jacobeo casi como una necesidad.
El acosado reino astur, por donde comienza la reconquista del territorio peninsular por los reyes cristianos, necesitaba afianzar su propia tradición religiosa frente al arrollador impulso musulmán. Para ello, la existencia de la tumba de un apóstol de Cristo en su territorio era un hecho de especial trascendencia. Es así como se llega al descubrimiento del sepulcro. Todo indica que se fundamentó en una cierta tradición difundida hacia finales del siglo VI, que situaba a Santiago como el apóstol evangelizador peninsular. Desconocemos su origen, pero lo cierto es que llega desde Europa a través, sobre todo, del Breviarium Aposto-lorum, y es aceptada pronto en la España visigoda por, entre otros, San Isidoro de Sevilla (s. VII). En el siglo VIII, recoge la noticia Beato de Liébana, el gran ideólogo religioso de la España que surge en torno al reino astur. Lo hace en sus Comentarios al Apocalipsis, que lograrán una gran difusión.
La preparación psicológica para que se produzca el descubrimiento se completa con el himno O dei verbum. En este texto, también atribuido por algunos autores a Beato, se presenta a Santiago, unos cuarenta años antes del hallazgo de su tumba, como protector y patrón de la Hispania cristiana: “Cabeza áurea y refulgente de Hispania, defensor y patrón nuestro”.
Desconocemos los motivos concretos que llevaron al hecho material del descubrimiento, pero conocemos el trasfondo sociopolítico y religioso que lo provocó. Quizás por ello resulte más fácil entender por qué los reyes asturianos, que lo eran simbólicamente a principios del siglo IX de toda la Hispania cristiana, se vuelcan en apoyar el naciente santuario compostelano. El primero en hacerlo es Alfonso II el Casto, que certifica el hallazgo del sepulcro y manda construir la primera iglesia para su custodia y culto. Sus sucesores no hicieron más que engrandecer su legado con aportes territoriales, donaciones, ofrenda de tesoros y la promoción de una segunda y más amplia basílica para el santuario compostelano.
Santiago pasa a ser pronto invocado en las batallas contra los musulmanes como el gran santo protector e intercesor hispano. Surgirá así el mito de la batalla de Clavijo, una supuesta contienda en el siglo IX ganada por el rey asturiano Ramiro I a los musulmanes en defensa de unas humilladas doncellas cristianas. Se difunde, con gran éxito, como la primera y decisiva intervención del Apóstol a favor de los ejércitos cristianos montando sobre un caballo blanco. Nacía con ello no sólo uno de los acertijos más famosos de la historia de España -¿De qué color es el caballo blanco de Santiago?- sino toda una larga y compacta tradición que, en los siglos posteriores, iba a vincular lo español y lo católico con una misma causa patria.
Que hoy esté demostrado que Clavijo fue en gran medida una invención de la Iglesia compostelana en el siglo XII no debe llevar de nuevo al olvido de su trasfondo: el hecho real de la invocación al Apóstol por los monarcas y tropas cristianas en sus batallas. Tampoco debe obviar algo sorprendente y difícil de explicar todavía hoy: sin existir aún el Camino de Santiago como tal, llegan a Compostela en el siglo X los primeros peregrinos desde distintos puntos de Europa. Se multiplicarán en la centuria siguiente y ayudarán a reforzar, con su ir y venir constante, la moral, la vitalidad, la vida y la economía de toda la franja norte española, que hacia el siglo XI es ya territorio de los reinos cristianos peninsulares.
Desde el siglo XI la relación española con lo jacobeo se potencia y se bifurca, sin que lleguen a distanciarse las dos vías resultantes. Por un lado va a circular el culto hispano a Santiago, nacido con el rey Alfonso II el Casto y que crece de forma rápida gracias a sus sucesores, y por otro lo hace el Camino de Santiago, como senda de vertebración social y espiritual de los reinos cristianos norteños en estrecha conexión con el resto de Europa. Los siglos XI y XII marcan con gruesos trazos el periodo de mayor esplendor de ambas realidades.
La vinculación que establecen los monarcas leoneses y castellano-leoneses con Santiago será especialmente intensa en este período en el que se comienza a forjar la identidad española. Como dijo Américo Castro, la España de aquel entonces era “la tierra de Santiago”. El Apóstol se había convertido en el gran vínculo espiritual que unía a los monarcas y ejércitos cristianos en su lucha, ayudando a que en la primera mitad del siglo XI todo el norte peninsular, especialmente hacia el Oeste, esté bajo dominio de los reyes cristianos.
El gran rey caminero Alfonso VI de Castilla y León es uno de los monarcas que han dejado patente esta relación. En 1072 señala que en el poder del Apóstol “se fundan la tierra y el gobierno de toda España”. Casi todos los monarcas de este tiempo peregrinan al santuario compostelano y alguno, como Alfonso VII, se hace proclamar rey en él. Fernando II, el promotor del Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana, cuyo reinado coincide con la gran afluencia peregrinatoria europea, se refiere a Santiago como su protector. Desde la propia sede compostelana no se desaprovecha ocasión para insistir en una especie de vínculo sagrado entre España y el Apóstol. Son varias las citas en tal sentido en el Codex Calixtinus (s. XII), manuscrito en el que se fija el ideario jacobeo medieval. Por dar cobijo al sepulcro de Santiago, “regocíjate, España, ensalzada con semejante fulgor; salta de gozo, pues has sido salvada del error de la superstición. Alégrate, ya que por la visita de este huésped dejaste la ferocidad de las bestias”, se señala en uno de estos pasajes, a lo que añade: “Ahora con más felicidad te apoyas en la columna firmísima de Santiago.”
Esta conexión tan estrecha pierde intensidad en el siglo siguiente, a medida que avanza la lucha contra los musulmanes hacia el sur, pero logrará sobrevivir hasta la definitiva expulsión de los musulmanes por los Reyes Católicos en 1492. Fernando III, que conquista de Córdoba, Sevilla y Jaén en la primera mitad del siglo XIII, es uno de los monarcas que continuaron favoreciendo la expansión del culto apostólico en los nuevos territorios, proclamándose alférez de Santiago. Lo mismo sucede en los territorios cristianos que surgen por Cataluña y el Levante, donde la expansión cultual será significativa, reforzada incluso por vías secundarias de peregrinación a Santiago como el famoso Camí Catalá de Sant Jaume. Se pierde la identidad tan directa con el santuario existente en los siglos X al XII, pero se mantiene e incluso se potencia el culto apostólico.
Esta situación concluirá, sin embargo, tras los Reyes Católicos y la toma de Granada, el último territorio musulmán en la península. A medida que avanzaba la conquista muchos reyes cristianos se habían encargado de fundar iglesias bajo la advocación santiaguista, en estrecha relación con la misión protectora atribuida al Apóstol. Isabel y Fernando serán los últimos en hacerlo. En la nueva España el Santiago militante pierde valor. En todo caso, su figura, como cabeza sagrada del ideario religioso hispano-cristiano, había encontrado desde finales del siglo XII una gran abanderada en la Orden religiosa y militar de Santiago, fundada en Uclés (Extremadura). El Apóstol es el guía de esta poderosa organización que tuvo un destacado papel en la lucha contra el Islam durante la Baja Edad Media. Esto le permitirá disponer de una influencia que pervive después del siglo XV y que la causa santiaguista acabará necesitando, sin duda.
Parecido recorrido hará el Camino de Santiago. Completado y fortalecido con éxito por los reyes hispanos durante los siglos XI y XII, que lo convierten en la principal vía de desarrollo de toda la franja norte peninsular y sus reinos, los peregrinos ultrapirenaicos encuentran en él un espacio físico por el que transitar disponiendo de servicios específicos, como los hospitales, y un itinerario espiritual en el que se suceden iglesias, catedrales y advocaciones camineras. Es una vía en casi permanente efervescencia durante su período de expansión.
El éxito innegable del proyecto fue de nuevo el resultado de una tarea colectiva, de dimensión hispana. Fue el rey Sancho el Mayor de Navarra quien fijó esta vía en su parte este en la primera mitad del siglo XI, y son Alfonso VI, de Castilla y León, y Sancho Ramírez de Aragón y Navarra los que completan el trabajo en gran medida trazando la senda física allí donde no existía, levantando puentes y hospitales, fomentando nuevos asentamientos, creando templos, liberando a los peregrinos de las cargas tributarias de paso, etc. A ellos se unen las órdenes religiosas y hospitalarias y numerosos nobles y santos que trabajan en el mismo sentido.
En definitiva, estamos ante un proyecto colectivo, obra del conjunto de las gentes y los reinos hispánicos del momento. Con su labor abren España hacia la otra vertiente de los Pirineos, cuyas inquietudes y avances entran de forma natural a través del Camino Francés para enriquecer y reforzar la identidad de unos territorios cuya lucha contra los musulmanes precisaba, sin duda, de la influencia renovadora de la Europa del momento.
Tras el período medieval, la situación del mundo jacobeo español cambia casi por completo. En la naciente España unificada y enfrentada a una reforma religiosa que hace variar los viejos esquemas, tanto el culto a Santiago como el Camino son puestos en entredicho. Eran caducos emblemas de la religiosidad medieval. El nuevo catolicismo ya no precisa de su antigua carga épica -tanto simbólica como real- para ser vivido, y en este contexto, tanto los antiguos peregrinos, cuyo número disminuye, como el propio santuario compostelano se perciben como parte del pasado. Desde el reinado de Felipe II se toman medidas para el control de los caminantes y se extiende una nueva religión, más férrea y grave, en respuesta a la reforma que triunfa en parte de Europa.
La España que teme las influencias protestantes teme también a los peregrinos que vienen de los países donde ésta está logrando implantación. Incluso se pone en duda el propio patronato hispano de Santiago, que a principios del siglo XVII se tambalea por la presión de los valedores de Santa Teresa de Ávila, la mejor y más avanzada muestra de la nueva religiosidad trascendente que se mantiene fiel a Roma. El conflicto, que contará con otros candidatos, no se resolverá hasta tiempos de Felipe IV, quien en 1643 instituye la llamada Ofrenda Nacional al Apóstol Santiago como una especie de compensación por la tensa situación que se había vivido desde principios de siglo. En este relativo final feliz influyó el peso que todavía mantenía el santuario compostelano en España y el poder de la Orden de Santiago, que vivía por estos tiempos un periodo de esplendor que temió ver empañado por la desvalorización de la figura apostólica. Esta entidad será la principal fomentadora de las imágenes de Santiago que por estos años reivindican su figura en distintos templos españoles.
Uno de los medios que permiten a la Iglesia compostelana defender a su patrón, se va a convertir también en su principal debilidad. Nos referimos al Voto de Santiago, tributo que debían pagar los agricultores propietarios de gran parte de España y que se había convertido en el sustento principal del Arzobispado compostelano. El rechazo era casi general a un impuesto que se consideraba injusto y cuya certeza histórica había sido puesta en duda desde los tiempos de la causa a favor de Santa Teresa. La España contraria a Santiago, en cierta medida la más avanzada, duda de la veracidad de su predicación, de la realidad de su sepulcro y de los fundamentos históricos del Voto de Santiago. En vísperas de su desaparición (1834), este se cobraba todavía, según la profesora Ofelia Rey, a labradores de unos dos tercios del territorio español y al tercio septentrional portugués. Lo abolieron las Cortes liberales de Cádiz en 1812 y se suprimió definitivamente en 1834. El desprestigio que este tributo había supuesto para la imagen de Santiago en gran parte de España fue muy notable.
En la segunda mitad del siglo XVIII y durante el XIX la figura de Santiago había perdido interés para casi toda España, tanto para sus tradicionales defensores -conservadores y una parte de la aristocracia- como para los nuevos sectores liberales, que o lo rechazan o simplemente lo ignoran. Los últimos coletazos de cierta relevancia -en contra y a favor- se observan en las Cortes de Cádiz. La prueba más patente del distanciamiento español con la causa jacobea es la monarquía. Ningún rey visitó el templo apostólico desde el siglo XVI, hasta que en 1877 lo hizo Alfonso XII, quien se convirtió en el primer monarca en presentar ante el propio Santiago la Ofrenda Nacional del 25 de julio, creada en el siglo XVII.
Dan también los últimos suspiros los peregrinos históricos, que a principios del siglo XIX son poco más que almas en pena por una ruta jacobea ya sin identidad, al final del lento proceso de decadencia iniciado en el XVI. En la nueva Europa postrevolucionaria e industrial no tiene lógica la larga peregrinación hasta el extremo de una España que llevaba por lo menos tres siglos alejándose afectiva y socialmente de Europa.
En este periodo España se reconciliará en gran medida con la cuestión jacobea. Para ello serán decisivas dos cosas: la revitalización que el propio santuario inicia a finales del siglo XIX, buscando y poniendo de nuevo en valor las reliquias de Santiago, en paradero desconocido al menos desde tres siglos atrás, y el advenimiento de la España democrática que comienza a nacer en 1976, tras la muerte del dictador Francisco Franco.
En el primer caso, la exposición de nuevo de las reliquias al culto, tras ser autentificadas por el papa León XIII (1884), permite iniciar el proyecto de recuperación de las peregrinaciones a las que responden primero las diócesis gallegas y progresivamente las del resto de España. Es un lento proceso que se va a acelerar tras la Guerra Civil española.
En la España de la posguerra, la figura del Santiago patriótico renace utilizada por el franquismo como un emblema de la nueva unidad político-religiosa. Desde el Año Santo de 1943 llegan a Santiago, desde todos los puntos de España, peregrinaciones traídas por las organizaciones más próximas al régimen: militares, sindicatos verticales, entidades de la Iglesia, etc. Los españoles se dan cita en la plaza de O Obradoiro cada nuevo jubileo, con Franco presidiendo los actos centrales del 25 de julio.
El furor patriótico-religioso disminuye desde los años sesenta cuando, a la luz de un Santiago y unas peregrinaciones que vuelven a ser reivindicadas desde Europa y desde una cierta intelectualidad ilustrada, la sociedad civil católica española comienza a peregrinar a Compostela por simple espíritu religioso y con una cierta dosis de afán turístico-cultural. A ello ayudará una Iglesia compostelana que entra en la democracia adelantándose a reivindicar su papel exclusivamente religioso y, sobre todo, el éxito del Camino de Santiago, redescubierto por la nueva sociedad española y europea como un símbolo de espiritualidad sincera y abierta para una sociedad necesitada, cuando menos, de una cierta trascendencia. La consecuencia de todo ello será que los años ochenta iniciarán el segundo gran renacer jacobeo español.
Pese a pervivir posturas que todavía identifican a Santiago con la España más recalcitrante, determinadas a no aceptar el papel que el imaginario medieval le hizo jugar por pura necesidad, la renovada identidad que le ha concedido la sociedad española lo sitúa principalmente como el referente de un camino que de nuevo -salvando todas las distancias- ha ayudado a unir España y Europa. Símbolo de ello fue que la entrada española en la actual Unión Europea se celebró en 1985 en la ciudad belga de Gante con una gran exposición sobre la Ruta Jacobea.
A los esfuerzos promocionales del Camino realizados por las comunidades autónomas desde los años ochenta se unió de forma cíclica el Gobierno central. Esto, unido al gran interés de la sociedad civil más diversa por dicho itinerario, algo que demuestran las decenas de asociaciones de amigos del Camino existentes en muchas ciudades, ha convertido el hecho jacobeo en uno de los fenómenos de la España actual, en una de las propuestas de la cultura y la identidad española contemporánea más singulares y reconocidas en el mundo.
La revitalización del santuario compostelano durante las últimas décadas del siglo XX ha continuado en la primera del XXI. A ello han seguido contribuyendo de forma muy destacada los peregrinos españoles, tanto los llegados a Compostela por los más diversos medios de transporte, una mayoría muy superior a los procedentes del resto del mundo, como los que lo hacen por los distintos itinerarios. En este segundo caso los españoles comparten el protagonismo con los extranjeros, dado que cada año crece la presencia de aquellos en la ruta, pero todavía lo hace más la foránea. Desde 2008 los peregrinos extranjeros superan a los españoles, que en 2009 se quedaron en apenas un 45%.
Las comunidades autónomas que desde inicios del siglo más peregrinos han llevado al Camino, dejando al margen el Año Santo de 2004 son, por este orden, Madrid, Cataluña, Andalucía y Valencia. En quinta posición se sitúa Galicia, seguida de Euskadi y las dos Castillas. Es casi testimonial la presencia de la ciudad autónoma de Melilla.
El fenómeno español más singular de los últimos años que se relaciona con el Camino ha sido la eclosión de nuevos itinerarios a Compostela, independientemente de su mayor o menor fundamento histórico. Responden sobre todo al impulso de las asociaciones jacobeas repartidas por todas las comunidades autónomas, que los estudian, señalizan y promueven de forma desinteresada, y al propio deseo de los peregrinos en realizarlos. También han mostrado un creciente interés comunidades autónomas y ayuntamientos. Unos con más fundamento histórico y otros con menos, ninguno de estos nuevos itinerarios oculta su identidad como ruta jacobea de nuevo cuño. Casi todas estas vías proceden del centro, sur y sudeste español. Es el caso de los caminos de Madrid, Mozárabe Andaluz, Sureste y Levante, entre otros. Está adquiriendo también relevancia el histórico Camí Catalá de Sant Jaume y el del Ebro.
Según un revelador mapa publicado en 2009 por la Federación Española de Asociaciones de Amigos del Camino de Santiago, en España se pasó en poco más de diez años de apenas una decena de rutas jacobeas reconocidas y recuperadas o en vías de recuperación a un total de 32. Casi todas están señalizadas de forma íntegra o casi íntegra y la mayoría de ellas con guías propias, aunque en algunos casos están menos avanzadas en materia de servicios específicos. [MR]