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Es el país más decisivo para la cultura jacobea después de España. A través de su territorio pasan las cuatro grandes vías de peregrinación (Tolosana, Podiense, Lemovicense y Turonense) que confluyen en dos en los Pirineos y que fueron decisivas para configurar la peregrinación europea. Es también el lugar donde con más perseverancia se ha estudiado y vivido el universo jacobeo.

Tal vez el mejor modo de evocar la influencia del culto a Santiago en Francia y de medir el impacto que ha encontrado allí el peregrinaje de Galicia sea seguir el hilo de la historia. En efecto, Francia tal y como existe actualmente es el resultado de un lento proceso de unificación. Esta unidad proclamada por la República, que ha querido mantener una lengua única, al igual que ha sabido imponer el uso de pesos y medidas idénticas, no puede hacer olvidar que la variedad de los paisajes de su territorio sólo es comparable a la diversidad de sus provincias. Ahora bien, cada una de ellas tiene una historia original y en ocasiones una lengua que no siempre es un dialecto. No obstante, el rasgo más sorprendente del destino común de estos países es la progresiva ascensión de la Casa de Francia y la todavía mayor influencia que ha sabido ejercer a medida que aceptaba contentarse con esas fronteras que nos ha gustado creer naturales: montañas, ríos y mares, que en su proceso histórico dibujan el actual “hexágono”.

Para simplificar, distinguiremos tres grandes períodos que no resulta arbitrario hacerlos coincidir con las tres principales dinastías de la Casa de Francia: los Capetos (987-1328), los Valois (1328-1589) y los Borbones (1589-1848). En efecto, esos momentos se corresponden con lo que se suele designar como Edad Media, Renacimiento y Edad Moderna. Pero de nada serviría si no le precediesen y siguiesen otros dos momentos, consagrado uno de ellos a los orígenes legendarios del culto de Santiago asociado a la gesta de Carlomagno y el segundo, al extraordinario renacimiento del cual es actualmente escena el peregrinaje de Galicia.

El Liber Sancti Jacobi tiene aquí una gran importancia en cuanto uno de sus libros, el IV, ha entrado al más alto nivel en la historia del Reino de los Lis. En efecto, absorbido por las Grandes crónicas de Francia redactadas en la abadía de San Dionisio, el Pseudo-Turpín ha pasado a ser parte integrante de la selección de libros en la cual los reyes de Francia aprendían su historia y, con ellos, los príncipes y los oficiales de la Corona.

Todo comienza con la famosa aparición de Santiago a Carlomagno, fruto del asombro que le provoca al “emperador de barba florida” la contemplación de la Vía Láctea, ese singular camino de estrellas inscrito en el firmamento. Ahora bien, hasta nuestros días, en las campiñas francesas, a esta constelación se la conoce mayoritariamente como Camino de Santiago. Y es lo que certifican tanto la colección de leyendas de las provincias, como el Calendario de los pastores (1490) y el Pantagruel de Rabelais (1532).

Además, la primera y más antigua imagen de la Francia de Santiago se descubre insinuada en el famoso Codex de Compostela. Es, en primer lugar, la visión de los cuatro caminos que, surcando la Francia allende el Loira, convergen hacia los puertos de Cize. Sobre esas rutas, la devoción a los cuerpos santos se mezcla con los recuerdos de los valientes caídos en Roncesvalles. No nos sorprende, pues, saber que el propio Carlomagno fundó las primeras iglesias dedicadas a Santiago en suelo de la “dulce Francia”. Tres de ellas jalonan el Piamonte pirenaico. Pero no nos confundamos, este país, que el autor de la Guía designa en un todo como la Galia, se compone de regiones cuyos habitantes se sienten muy distintos entre sí, incluso si por todas partes planea la sombra tutelar del emperador al que pronto sucede la soberanía del rey de Francia.

Baste con evocar a los poitevinos, dotados de todas las cualidades. Se diferencian suficientemente de los aquitanos y de los gascones, sin hablar de los vascos, cuya lengua es tan rara que precisa un léxico. Los milagros de Santiago relatados en el libro II no confunden a los borgoñeses con los loreneses o los alóbroges, habitantes de Saboya. Es más, tanto los diocesanos de Lyon como los que viven en el Delfinado tienen derecho a un tratamiento de favor, a causa de Guy de Viena, que se convirtió en el papa Calixto II (1119-1124). Además, si creemos al autor de la Guía del peregrino, el rey de Francia Felipe I (1052-1108) habría alimentado el asombroso deseo de adueñarse de las reliquias de San Martín, de San Leonardo, de San Gil e incluso de Santiago, florones de las cuatro rutas para llevárselas a su reino, lo cual es como decir que no será hasta finales del siglo XI cuando el culto del Apóstol brille en todo el espacio francés, incluido París.

Lo que entrevemos del renombre de Compostela a través del Liber Sancti Jacobi queda confirmado por la lectura de los cartularios y de las crónicas. Antes de que finalizase el siglo XI, la mayoría de los grandes linajes feudales tenían en su seno peregrinos de Santiago. Asimismo, sin hablar de los precursores -un Godescalco, obispo de Puy, en 950, o un Hugo de Vermandois, arzobispo venido a menos de Reims, en 961- numerosos prelados franceses peregrinaron a Compostela.

De Chabannes relata como Guillermo el Grande, duque de Aquitania y conde de Poitou (993-1030), tenía por costumbre peregrinar a Santiago cuando no iba píamente a Roma. Si Pons -conde de Saint-Gilles y de Toulouse, a quien el Apóstol ayudó con un milagro- es el hijo de Guillermo III Taillefer (ca. 998-1037), entonces su aventura en Galicia es anterior a 1061. Parece ser que en 1078, Hugo II, conde de Chalon en Borgoña, murió mientras iba a venerar la tumba de Santiago. En 1084, Balduino, conde de Guines y natural de Hainaut, hizo un alto en la abadía de San Salvador de Charroux, mientras marchaba de camino a Compostela. Finalmente, Raimundo, conde de Melgueil, cerca de Montpellier, sólo logró reconciliarse con el obispo de Maguelone yendo a hacer penitencia a Santiago. Corría el año 1099. En cuanto a los miembros del alto clero, baste con mencionar a Pedro de Mercoeur, obispo de Puy, en 1063, y Hugo de Die, arzobispo de Lyon, en 1095. De este modo, antes incluso de que se compusiese el famoso Codex, se dirigían gentes a Galicia desde los cuatro rincones de la Francia de entonces. Además, las monedas exhumadas en la excavación de la tumba de Santiago cuentan básicamente con denarios de Puy, de Melgueil y de Toulouse.

Esta epopeya de los barones debió de hallar el punto culminante en la muerte, en Compostela, ante el altar del Apóstol, según el Orderic Vital, de Guillermo X de Aquitania, padre de la célebre Leonor, el Viernes Santo 9 de abril de 1137. Quien hubiese fallecido en el Camino, como Suger, o al término de su odisea, habría tenido el privilegio de morir peregrino: obiit peregrinu, y este fin tuvo una inmensa repercusión. En el invierno de 1154-1155, el que fue el primer esposo de Leonor, Luis VII el Joven (1137-1180) -primogénito de Luis VI el Gordo, de quien habla la Guía- también se dirige a Compostela. De regreso, atravesando los Pirineos por Somport, confirma en las iglesias de Toulouse los privilegios otorgados por sus predecesores carolingios. No contento con ser un cruzado, el rey de Francia rinde culto a Santiago. Por lo tanto, toda la pirámide social se implica en el peregrinaje de Galicia. Sabiendo que el hijo tan deseado de Luis VII, Felipe II Augusto (1165-1223), tenía la costumbre de jurar par la lance Saint Jaques, se puede medir hasta qué punto el Apóstol era familiar en la Casa de Francia.

Cuando Luis IX (1214-1270), el Rey Santo, primogénito de Blanca de Castilla, edifica la santa capilla del palacio, para acoger en ella las reliquias de la Pasión procedentes de Constantinopla, Santiago el Mayor tendrá allí su capilla y su altar. En cuanto al hermano del rey, Alfonso de Poitiers (1221-1271), pedirá en su testamento, justo antes de embarcarse hacia Túnez, que se encienda una vela perpetuamente “en la iglesia de Santiago de Compostela”, a cambio del peregrinaje que había ofrecido al Apóstol sin que pudiese llegar a cumplirlo.

Además, el propio nombre de Camino de Santiago otorgado a las principales arterias tendentes hacia los puertos pirenaicos queda verificado en los documentos a medida que se multiplican en el siglo XII las fundaciones hospitalarias a favor de los peregrinos de Galicia. En el otoño de 1104 el obispo compostelano Diego Gelmírez en persona llega a Toulouse. Se dirige rápidamente a Roma, siguiendo el camino Sancti Jacobi francés, ya que este es por aquel entonces el nombre dado a la vía que comunica Ahuché con Toulouse. En efecto, el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Virgen, oficiaba en la catedral de Santa María de Ahuché. Haciendo camino, dice la Historia Compostelana, inspeccionaba las posesiones de la sede compostelana en el sudoeste galo. Advertido de la presencia en Toulouse de espías a sueldo del rey de Aragón, Diego abandona enseguida la ciudad. Llega entonces a Cluny por Omisa, Caos, Usarcé, Limoges y Saint-Leonard. En todas partes es acogido calurosamente. Por fin, tras aconsejarse por el abad de Cluny, llega a Roma. Allí, el 30 de octubre de 1104, el papa Pascual II (1099-1118) le honra con el kalium [palio]. Es más, confirmó la exención de la sede episcopal de Santiago vinculándola directamente a Roma. Este viaje da una gran idea de la vitalidad de las relaciones que unían entonces el santuario gallego al Midi de la Galia, tan querido por el autor de la Guía.

La autonomía de Gascuña y Guayana ya era motivo de discordia en el reinado de los Capetos, pero, cuando los Plantagenet llegaron a la Corona de Inglaterra y se impugnó el acceso al trono de los Valois, descendientes del hermano menor de Felipe IV el Hermoso (1285-1314), la rivalidad latente entre ambas casas principescas abrió una crisis dinástica que desembocó en un conflicto europeo, la Guerra de los Cien Años, enseguida agravado por el gran cisma.

Antes del estallido de la guerra, el culto a Santiago conoce un formidable esplendor en las ciudades mercantiles. En efecto, gracias a la liberalización del derecho de asociación bajo el reinado de Luis X el Obstinado (1314-1316), las cofradías se multiplican y con ellas surge una nueva generación de hospitales urbanos, distintos a los hôtels-Dieu [residencias de Dios]. En París, la cofradía de Santiago, dotada de una capilla y de un hospital, está patrocinada por Carlos de Valois. Varias parroquias urbanas dedicadas al Apóstol adquieren importancia, tanto en París como en Compiègne, Reims y en muchas ciudades del norte de Francia. La mayoría de esas iglesias serán magníficamente reconstruidas o ampliadas en la segunda mitad del siglo XV.

No obstante, la inseguridad crónica obliga a las villas del Reino a rodearse de murallas. Para ello, se dotan de órganos financieros y llevan una rigurosa contabilidad. Hasta el mínimo dispendio se registra, como las limosnas entregadas a los peregrinos de Santiago. Es más, gracias a la guerras navales que salpican el océano, se descubre, debido a los excesos cometidos como derecho de represalia, la existencia de peregrinajes marítimos a Galicia, realizados desde las costas de Normandía y de Bretaña, cuya neutralidad los duques intentan mantener. Finalmente, los salvoconductos entregados por las cancillerías de Aragón y Navarra dan a conocer aquellos peregrinos que estiman prudente hacerse con ellos. En plena guerra, Froissart narra la aventura de trescientos caballeros y escuderos de Francia que embarcan en La Rochelle, en la primavera de 1386. Desembarcados en Santander, visitan al rey de Castilla antes de ir a apostarse en A Coruña para esperar a pie firme al duque de Lancaster. De paso, satisfacen su devoción a Santiago el Barón.

Con el retorno de la paz, los años jubilares logran su apogeo. Es así hasta mediados del siglo XVI. El señor de Bayard, “caballero sin miedo y sin reproche”, es considerado peregrino de Asturias y Galicia. En 1504, enfermo, Luis II de La Tremoille, desdichado adversario de Gonzalo de Córdoba en Italia, envía un cirio del peso de cien libras a Santiago. Muchos hombres de iglesia, simples comerciantes también como Santiago Le Saige de Douai, visitan Roma, Jerusalén y Compostela. Se crean entonces innumerables obras de arte en honor al Apóstol; muchas habrían sobrevivido si no se hubiese abatido, a partir de 1560, la espantosa crisis iconoclasta, preludio de las Guerras de Religión. La veintena de vidrieras dedicadas al milagro del ahorcado descolgado, que todavía subsisten, son lo que quedó de ello, protegidas por la gran Revolución y dos guerras mundiales.

Carlos V de Valois (1364-1380) había instituido, en febrero de 1372, la capilla del rey de Francia en el ábside de la catedral de Santiago. La renta destinada al mantenimiento de los capellanes fue abonada mal que bien hasta el reinado de Carlos IX (1560-1574). A finales del año 1462, que era jubilar, una reina de Francia fue por devoción a Compostela. Se trata de María de Anjou (1422-1463), esposa del rey Carlos VII el Victorioso (1422-1461), quien durante mucho tiempo fue tan sólo el “pequeño rey de Bourges”. Tuvo con él doce hijos. El segundo, Santiago de Francia, había recibido el nombre del Apóstol. De regreso, Luis XI (1461-1483) vino a recibirla a La Rochelle. El reencuentro entre la madre y el hijo tuvo lugar entre el 11 y el 16 de enero de 1463. María realizó, pues, su peregrinaje por mar. El 29 de noviembre siguiente, la reina murió mientras se disponía a partir hacia Tierra Santa. Al conocer la noticia en Dieppe, Luis XI mandó celebrar un servicio solemne en la iglesia de Santiago de ese puerto. Sabemos como, in artículo mortis, ese mismo soberano ofreció a la basílica del Apóstol dos campanas que fueron fundidas in situ. El rey de Francia, siguiendo el ejemplo de Francisco II, duque de Bretaña (1458-1488), había ofrecido a Santiago un peregrinaje.

El 25 de julio de 1593, domingo, fiesta de Santiago, Enrique de Borbón (1553-1610) abjura la religión supuestamente reformada en Saint-Denis. El 27 de febrero de 1594, el arzobispo de Bourges lo corona en Nuestra Señora de Chartres. Último acto por fin, el 22 de marzo siguiente, a las ocho de la mañana, el soberano se arrodilla al pie del altar mayor de Nuestra Señora de París, en el corazón de la capital recuperada sin derramar ni una gota de sangre. En adelante, Enrique de Navarra es Enrique IV de Francia (1589-1610). Una amnistía total ha sido proclamada. El 15 de agosto de 1607, mediante cartas patentes dirigidas al gran consejo, el rey mantiene los derechos y privilegios al hospital de Santiago de París.

Poco a poco las cofradías de Santiago se reorganizan. A partir de 1595, la de Orleáns edita su manual bajo el título Historia de la vida, predicación, martirio, translación y milagros de Santiago, Apóstol de nuestro señor Jesucristo, con privilegio del Rey. No sólo figura en ella la leyenda del santo, sino también su oficio y, a falta de canciones, “la guía del Camino que hay que tener para ir de la ciudad de Orleáns al viaje de Santiago el Mayor, en Compostela”. Enseguida Rouen imita a Orleáns. En Limoges, el 25 de julio de 1596, los cofrades peregrinos representan públicamente la Tragedia de Santiago compuesta por Bernard Bardon de Brun, santo varón apodado el Abogado de los pobres. El libreto se imprime por cuenta de uno de los cofrades. El 8 de junio de 1597, la tragedia se representa a petición del obispo para festejar la entrada solemne del duque de Épernon, recién nombrado gobernador de Limousin por Enrique IV.

Semejante eclosión tras un conflicto que degeneró en guerra civil puede sorprender. Sin embargo, el origen de este arrebato se intuye en la lectura de las Memorias de un cura de provincias: Claudio Haton observa que en 1578, los católicos, habiendo puesto toda su esperanza en Dios, “fueron más fervientes en devoción que antes y se lanzaron a hacer viajes y peregrinajes a lugares santos en los que reposan las reliquias [...] de los santos del Paraíso”. En Galicia, el apóstol Santiago no se quedó a la zaga. En 1577 y 1578, se vio, dice, “gran multitud de gente, hombres y mujeres, no solamente del reino de Francia, sino de otros reinos y países extranjeros [...], ir y venir a dicho peregrinaje”. De hecho, en el año 1578, la cofradía parisina aumentó en 143 nuevos peregrinos. Además, a lo largo del siglo XVII las cofradías de Santiago proliferan. Es el caso de Blois, Senlis, Verneuil o Laigle en Normandía. Sus miembros desfilan de gala, con el bordón en la mano, con motivo de las procesiones públicas. La de París era famosa.

No obstante, algo iba cambiando a medida que el poder se consolidaba. Se vio reaparecer la desconfianza hacia los pobres, para lo que se recomendaba el “encierro”. Se comparó tan a menudo a los peregrinos con vagabundos que la supresión progresiva de los hospicios en los que hallaban cama y plato los redujo a mendigar comida. Conocemos, por lo demás, la sentencia inapelable que aparece en la Enciclopedia a propósito de los peregrinajes. El propio rey se preocupó de regular los abusos. También se ve como se multiplican, en el transcurso del siglo XVIII, las vejaciones y los arrestos arbitrarios.

En Pau, en 1777, un teniente de policía se afana en despojar a los caminantes de sus bordones y sus caperuzas de cuero, que destruye y quema sin piedad. Sin embargo, en ese mismo momento, en París y alrededores, la buena sociedad se pavonea con ese mismo traje aprovechando los bailes de máscaras en los que tanto le gusta divertirse. El Embarque para Cítera de Watteau, pintor de las fiestas galantes, es su más bella expresión. Es por eso que, aunque el 19 de junio de 1783 los cofrades de Santiago desfilan todavía ante el rey y la reina, en Versalles tras la procesión del Santo Sacramento, la supresión por parte de la Asamblea Legislativa de todas las cofradías, el 10 de agosto de 1792, bien puede aparecer como el desenlace del proceso interpuesto contra los peregrinajes desde el siglo XVI.

Pero la Revolución triunfante pronto lleva al país a la guerra. Mientras que la recuperación del control de la República por el cónsul Bonaparte inaugura el Primer Imperio, el Concordato de 1801 se encarga de restaurar la paz interna. Enseguida resurgen las cofradías de Santiago. La de Lyon, que había cesado cualquier tipo de actividad entre 1791 y 1798, vuelve a establecerse. Igualmente la de Bayona, que toma prestados en 1805 los estatutos de los peregrinos de Burdeos. La mayoría de estas cofradías van sobreviviendo como pueden hasta que la Revolución de 1830 marca definitivamente su fin, a pesar de que algunas, en Languedoc y en los Pirineos, perdurasen hasta los albores del siglo XX. Todavía en 1867, dos picardos deciden ir a Santiago. Toman el ferrocarril hasta Poitiers y luego continúan a pie.

Mientras tanto, se produce un acontecimiento que no ha quedado sin consecuencias. En el otoño de 1807, las divisiones Junot y Dupont habían cruzado el Bidasoa. Tenían por misión hacer que volviesen al mar los ingleses desembarcados en A Coruña. Se baten a lo largo de todo el Camino Francés, cuyas iglesias, conventos y hospitales quedan en un estado calamitoso. Entre 1809 y 1814, Compostela es ocupada por la soldadesca. Se podría haber llegado a creer en una ruptura total de la tradición. Además, la cofradía de Lyon registra en 1815 y 1816 la adhesión de dos peregrinos singulares. Uno y otro declaran ”¡haber hecho el viaje de Santiago como militares franceses!”. En 1808, un soldado de Valonia escribía a su familia: “Hemos pasado a Galicia, por una ciudad que se llama Santiago en Galicia de la que tanto se habla en casa”. En 1811, otro, natural de Malmédy, escribe lo siguiente: “Podéis fácilmente ver en el cielo la ruta de Santiago, por lo que hemos pasado una temporada allí”. Posteriormente, un sacerdote de Burdeos debía evocar tales recuerdos, oídos en su infancia.

El brutal descubrimiento de la península que hicieron muchos entonces, se les quedó grabado en la memoria. Bajo la influencia del romanticismo, España se puso de moda. Víctor Hugo se hizo eco de ello. Luis Felipe reunió en las Tuileries una colección de pinturas. Se publicaron relatos de viaje. Desde luego, Andalucía atraía muchísimo. Pero la renovación de los estudios sobre la Edad Media volvió a llamar la atención sobre el peregrinaje de Santiago. No les bastó intentar volver a encontrar los caminos olvidados. Cuando el papa León XIII invitó a los fieles a restablecer la tradición de sus padres, en 1884, algunos ya habían dado el paso. En 1889, son dos sacerdotes de Agen los que parten provistos de la bendición de su obispo, pero, al igual que el abad Pardiac, en 1860, llegan en barco a A Coruña o a Carril, antes de alcanzar Compostela en diligencia.

Habrá que esperar a la primera edición de la Guía del peregrino en 1882; luego, a su traducción, en 1938, por Jeanne Vielliard, y sobre todo la reedición de esa traducción, en 1950, para que se imponga el deseo imperioso de poner sus pasos en los de aquellos peregrinos de antaño. Es entonces cuando muchos redescubren, esta vez a pie, el Camino Francés. Ese mismo año que, además de con el jubileo romano, coincide con el milenio del peregrinaje de Godescalc, ve simultáneamente la organización de la exposición Francia y los Caminos de Santiago, por parte del Instituto Francés de Madrid y la creación, en París, de la Sociedad Francesa de los Amigos de Santiago. Sabemos como sigue. En 1971, se baliza un primer itinerario pedestre: el de Le Puy. Más recientemente fueron las vías del Languedoc y de Limousin, desde Arles y Vézelay. Posteriormente otros Caminos han visto la luz, como los de Cluny y Auvergne. Por último, han surgido más de cuarenta asociaciones de Santiago. De este modo Francia ha vuelto a ser ese “istmo europeo de los caminos de Santiago”, tan querido por René de La Coste-Messelière. Los franceses son, con los alemanes e italianos, los que más realizan el Camino. [HJ]


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