Institución referida al gobierno de la Archidiócesis de Santiago de Compostela y a los prelados que lo ejercen. El Arzobispado de Santiago surgió en el siglo XII (1120) cuando el papa Calixto II concedió a Santiago el título de Archidiócesis y a sus obispos el cargo de arzobispos. Se iniciaba así un período en el que los prelados compostelanos contaron con un poder e influencia que se irradió por toda la España cristiana.
En todo caso, antes de alcanzar la dignidad arzobispal, los obispos de Santiago ya gozaban de un prestigio notable por representar a la sede en la que había sido descubierto el cuerpo de uno de los apóstoles de Cristo. El medievalista Fernando López Alsina afirma que ya desde mediados del siglo IX la iglesia de Santiago, en virtud de su apostolicidad, gozó de una categoría excepcional que la hacía brillar por encima de las otras sedes peninsulares. Para remarcar esta identificación, los prelados de la Diócesis residieron casi desde el primer momento del hallazgo en la naciente Compostela, pese a que Iria Flavia mantuvo su condición de sede de la Diócesis hasta 1095, cuando pasó definitivamente a Santiago.
Sin embargo, esta consideración también ocasionó recelos. En 1049 el obispo compostelano Cresconio fue excomulgado en el Concilio de Reims por considerarse representante de una iglesia apostólica. Roma no admitía tal atrevimiento. Pero para Santiago de Compostela era una cuestión esencial: sin ese reconocimiento no tenía sentido el hecho compostelano y podía peligrar su ya evidente consideración como centro europeo de peregrinación.
A la espera de mejores tiempos para los reconocimientos del Papado, los obispos compostelanos continúan prestigiando su sede en todos los ámbitos. Toman dos decisiones notables: la construcción de la actual catedral, de origen románico, que inicia el obispo Diego Peláez en 1075, y el reforzamiento de las relaciones con los reyes cristianos peninsulares para garantizar su apoyo al santuario y al Camino de Santiago. El más preclaro ejecutor de estas iniciativas será Diego Gelmírez. Este prelado, el más decisivo de la historia jacobea, logra una amplia red de apoyos desde Francia a los reyes cristianos peninsulares para potenciar las peregrinaciones ultrapirenaicas y dar el impulso definitivo a las obras de la nueva basílica. Tendrá, además, la suerte de encontrarse en Roma con un papa, Calixto II, vinculado a Galicia por vía familiar que declara a Compostela sede apostólica y metropolitana en 1120. Gelmírez impulsará además un texto esencial para la difusión europea del culto y las peregrinaciones, el Codex Calixtinus. No cabe mayor acumulación de éxitos.
Manuel Díaz y Díaz estima que las pretensiones de Gelmírez todavía pudieron ser más altas: “Entre los objetivos de más largo alcance figuraba la nunca confesada pero no menos deseada exaltación de Santiago como patriarcado occidental, lo que situaría a Compostela a la par de Roma y que le daría preeminencia como sede apostólica sobre todas las demás iglesias de Hispania en primer lugar y el resto de Occidente después”. El argumento para tal proyecto nunca alcanzado era la concepción del Apóstol como protector universal, no sólo de Hispania.
A partir del siglo XVI, cuando es perceptible la irremediable decadencia de las peregrinaciones, los arzobispos compostelanos dejarán en segundo plano la mirada hacia el exterior. Buscan ahora una ciudad vestida con las mejores galas barrocas aprovechando los fondos que todavía recibe la catedral del Voto de Santiago y otras donaciones. Los sucesivos prelados, algunos muy destacados, parecen conformarse con resistir e influir en la distancia ante la Monarquía para que al menos se garantice la identidad santiaguista española y los cada vez más mermados privilegios que suponía. Surgen así nuevos ritos, como la Ofrenda al apóstol Santiago, realizada cada año por la Corona, con más indiferencia que ganas, en el santuario compostelano.
Este proceso alcanza su punto culminante en la segunda década del siglo XIX, cuando a luz de los nuevos tiempos el Arzobispado compostelano pierde su poder territorial. Rafael de Múzquiz (1801-1821) fue el último arzobispo de lo que había sido la Terra de Santiago.
Esta situación comienza a cambiar en el último cuarto del siglo XIX con el Arzobispado y cardenal Miguel Payá y Rico, impulsor del redescubrimiento de las reliquias de Santiago, perdidas en algún lugar de la catedral desde los tiempos de Juan de Sanclemente (s. XVI). Consigue encontrarlas y él mismo logra, gracias a sus influencias en Roma, que sean reconocidas al más alto nivel. A esto se añade el hecho de que los tiempos, con una sociedad que comienza a ser viajera y mantiene una nueva relación espacial con lo sacro, vuelven a ser propicios para las peregrinaciones. Con estas dos bazas, los obispos compostelanos reabren el libro de la historia jacobea. Su primer gran impulsor, a caballo entre los dos siglos, es el cardenal Martín Herrera, que crea las peregrinaciones de las diócesis gallegas y recibe las primeras llegadas de nuevo del extranjero.
En los años cuarenta, cincuenta y sesenta llegarán otros dos prelados decisivos, que además contarán con el apoyo de un régimen -el franquista- que desea convertir al Apóstol en símbolo de la unidad española. Tomás Muniz de Pablos, el primero de ellos, retira el coro de la catedral, lo que logra un espacio más abierto y de íntima relación del peregrino con el Apóstol, e inicia unas excavaciones arqueológicas en su subsuelo que confirmarán determinados elementos de la tradición jacobea, muchas veces puesta en duda. El cardenal Quiroga Palacios, la gran figura de la Iglesia española en los años cincuenta y sesenta, realiza a su vez la primera gran promoción jacobea y jubilar en el mundo, gracias al apoyo de entidades del exterior y a su propia condición de cardenal. Logra reunir en los Jubileos de 1954 y 1965 a obispos y cardenales de todo el mundo, algo sin precedentes.
El renacido prestigio de los prelados compostelanos, de nuevo como en la Edad Media al amparo del santuario como meta de peregrinaciones, hace que dos de ellos, Ángel Suquía y Antonio María Rouco, tengan el honor de recibir en Santiago al papa Juan Pablo II (1982 y 1989), primer pontífice que visitaba Santiago como tal. El éxito imparable del Camino de Santiago como vía de peregrinación desde los años ochenta y de los años santos de finales del siglo XX, con evidentes repercusiones turísticas, hace que estos dos prelados sean también los primeros en reclamar una separación clara entre las motivaciones religiosas del hecho jacobeo y sus derivaciones políticas y turísticas. [MR]