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En cualquier época el peregrino ha vivido intensamente las vísperas de su viaje. Si duro sigue siendo hoy en día el Camino de Santiago para el devoto, para el ser humano del siglo XXI, si sigue siendo una auténtica aventura ponerse en marcha a través de una ruta que jamás, ni antes ni ahora, ha sido un camino de rosas, hay que imaginarse lo que podía significar de aventura, riesgo e intensos peligros para los peregrinos de antaño. Se abandonaba todo, la protección familiar, la aldea, el entorno próximo, para sumergirse en un universo desconocido, hostil pese a las instituciones que príncipes, reyes y la propia Iglesia establecieron a favor de ellos. Los cientos de cementerios de peregrinos que jalonan la ruta hablan de esa dureza y de la dificultad, sólo afrontada y explicada por la inmensa fe que, desde un principio, puso en marcha a verdaderas multitudes hacia Compostela, hasta el punto de reflejarse el asombro en la famosa manifestación del embajador del emir Alí Ben Yusuf, en pleno siglo XII: “Es tan grande la multitud de los que van y los que vienen [a Santiago] que ocupan toda la calzada de occidente.”

La larga marcha hacia la tumba del Apóstol requería preparativos de meses. Todos sabían que muchos no habían vuelto jamás del camino a la remota Galicia, así que toda Europa está llena de los testamentos que los jacobeos dispusieron para la buena encomienda del alma, bienes y familia, determinando incluso como ser enterrado en caso de morir en el Camino. Igualmente se hace uso de todo tipo de privilegios, como los de los cuchilleros y pañeros, que ceden sus aprendices a la partida pero, también, ante la intensidad de la peregrinación en algunas épocas no dejan de aparecer las limitaciones; la catedral francesa de Metz se ve obligada a limitar la peregrinación de sus canónigos a una sola vez por año y a fijar su ausencia en un máximo de diez semanas. De ahí que los clérigos se desplacen generalmente en caballerías.

Era fundamental la búsqueda compulsiva de acreditaciones y todo tipo de recomendaciones. Una carta, un aval, una certificación podían significar la diferencia entre llegar y no llegar, entre sobrevivir o mal vivir. Los peregrinos partían así con todo tipo de cédulas, patentes y acreditaciones, verdaderas o falsas, útiles o inútiles. Para cualquiera que se acerque a relatos como el de Nicola Albani causa verdadero asombro la obsesión de determinados caminantes -por no decir todos- por viajar con toda una escribanía a bordo. Claro que Albani, como muchos otros jóvenes peregrinos de su época (s. XVIII), llegó a inventar cierta forma de sobrevivir en el Camino que el mismo denominó política peregrinescay que refleja todo un estado de la cuestión, siempre en el borde de la difícil frontera entre la picaresca y la devoción más acendrada.

Las antiguas acreditaciones de los peregrinos, de las cuales las más comunes eran los certificados de “buen cristiano” extendidos por los párrocos, fundamentales sobre todo en tiempos de herejía, han sido sustituidas hoy en día por las llamadas “credenciales del peregrino”, bajo un modelo unificado que surgió el año 1987, en el Congreso Internacional de Asociaciones del Camino de Santiago celebrado en Jaca, a instancias del entonces comisario del Camino de Santiago, el llorado párroco de O Cebreiro Elías Valiña. Esa credencial -un auténtico pasaporte en el Camino, que da derecho a ser reconocido como jacobeo y el acceso a los albergues de peregrinos- fue luego adoptada por la Oficina del Peregrino de la catedral de Santiago, que es la que se arroga actualmente la exclusiva de expedición de tal documento, cuestión no exenta de polémica, sobre todo entre asociaciones jacobeas extranjeras, alegando la extravagancia de tal expedición y exclusiva por parte de esta oficina, ya que es el primer caso visto en el mundo en el que un “pasaporte” se entrega en destino y no en su origen.

Tampoco antes, como ahora, se podía viajar sin dinero, a no ser que el peregrino quisiera lanzarse al mundo exclusivamente pendiente de la caridad ajena, como llega a recomendar el Calixtinus, y del buen corazón de barqueros, cobradores de portazgos y mesoneros, gentes generalmente acreditadas en todo tipo de relatos como poseedores de un alma negra como el carbón. Por ello se hacía necesario, en algunos casos, vender o empeñar todos los bienes. La historia cotidiana del Camino nos hace llegar cientos de casos donde la necesidad, incluso en plena ruta, obliga al viajero a despojarse de todo lo que tiene, como el caso del soldado de Leipzig (1522) que debe vender su coraza para devolver un préstamo que le habían hecho sus compañeros de peregrinación.

Para los peregrinos, mayoritariamente llevados por la devoción que mantienen muchos, así como por cierta costumbre en seguir mitos y ritos -se entiendan y compartan o no-, era fundamental la bendición antes de la partida; nadie salía sin ella. De ahí surgen las antiguas canciones que corrían por todas las sendas de Europa que apuntaban al lejano Occidente:

Quand nous partimes de France
en gran decir
nous avons quitté pére et mére
tristes et marris.

Cuando salimos de Francia
con gran deseo
dejamos madre y padre
tristes y pesarosos.

Actualmente, el viejo rito de la bendición del peregrino al partir es seguido con gran intensidad y emoción en uno de los puntos míticos de partida del Camino en España: Roncesvalles y su real colegiata. Por su belleza y por la emoción que trasciende a los viajeros de todas las naciones, clase y condición que allí se reúnen para recibirla, la reproducimos íntegramente:

Oh Dios, que sacaste a tu siervo Abrahán de la ciudad de Ur de los caldeos, guardándolo en todas sus peregrinaciones, y que fuiste el guía del pueblo hebreo a través del desierto: te pedimos que te dignes guardar a estos siervos tuyos que, por amor de tu nombre, peregrinan a Compostela. Sé para ellos compañero en la marcha, guía en las encrucijadas, aliento en el cansancio, defensa en los peligros, albergue en el camino, sombra en el calor, luz en la oscuridad, consuelo en sus desalientos y firmeza en sus propósitos para que, por tu guía, lleguen incólumes al término de su camino y, enriquecidos de gracias y virtudes, vuelvan ilesos a sus casas, llenos de saludable y perenne alegría. Por Jesucristo, nuestro Señor.
–Que el Señor dirija vuestros pasos con su beneplácito y que sea vuestro compañero inseparable a lo largo del camino.
–Amén.
–Que la Virgen, Santa María de Roncesvalles, os dispense su maternal protección, os defienda en los peligros de alma y cuerpo, y bajo su manto merezcáis llegar incólumes al final de vuestra peregrinación.
–Amén.
–Que el Arcángel San Rafael os acompañe a lo largo del camino como acompañó a Tobías y aparte de vosotros toda incomodidad y contrariedad.
–Amén.
Y la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, esté con todos vosotros.
–Amén.
–Marchad en nombre de Cristo que es Camino y rezad por nosotros en Compostela.

El caminante se reunía para viajar en grupo mientras sonaban campanas de despedida y se oían los primeros gritos de ánimo. ¡Ultreia e sus eia!, ¡Deus adjuvanos!, [¡Adelante, adelante y hacia arriba!, ¡Señor ayúdanos!] fueron exclamaciones de ánimo y reconocimiento mutuo de los peregrinos germánicos que pronto asumieron todos los demás, incluso hoy en día. Antes y ahora, en todas las épocas, ese grito y esa emoción une los primeros pasos del peregrino en el Camino.

Todos, independientemente de los motivos por los que se han puesto en marcha, son conscientes de compartir un espacio sagrado por donde ha transitado lo mejor de millones de hombres y mujeres antes de ellos. Dejémoseles ya solos en su camino; es su privilegio y les pertenece, están ya en ruta iniciando la última gran aventura que puede todavía vivir con absoluta intensidad el ser humano en pleno siglo XXI: la aventura única e irrepetible del Camino de Santiago. [JAR]


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