También Locus Sancti Iacobi o Jacobi. Literalmente, “el lugar de Santiago”. Tras el descubrimiento (820-830) por el obispo de Iria, Teodomiro, y el rey Alfonso II el Casto de Asturias, del sepulcro de Santiago el Mayor, en la actual Compostela, estos ponen en marcha un conjunto de espacios y servicios esenciales para su culto. Es la consecuencia lógica y necesaria para la dignificación y promoción del olvidado edículo, que, por la relevancia espiritual del cuerpo que cobija, convierte el espacio inmediato en santo, o sea, en el locus sancti Iacobi, que es como va a ser frecuentemente citado a partir de ese momento.
Por causas desconocidas, obispo y monarca reconocen a Santiago como patrón del Reino -quizá en relación con una posible tradición santiaguista ya latente en la zona- e inician las obras de las primeras y modestas construcciones del santuario. La Concordia de Antealtares, documento compostelano del siglo XI, y las excavaciones arqueo-lógicas realizadas en los siglos XIX y XX permiten ofrecen una visión aproximada de este espacio fundacional.
El locus sanctus promovido por Alfonso II y Teodomiro tiene como centro la iglesia de Santiago, para la que se aprovecha, como cabecera, la estructura del edículo romano, donde se creía que estaban los restos apostólicos y donde se va a mantener el sancta santorum, la razón de ser de todo el conjunto: los sepulcros del apóstol de Jesús enterrado en el extremo occidental del mundo conocido y de los dos discípulos que lo acompañaron, Teodoro y Atanasio. El espacio del edículo en el que se encuentra el sepulcro estaría recubierto en algún momento con mármoles, lo que lleva a referirse a él en textos medievales como ubicado bajo “arcos de mármol”. Esto hace que el espacio que nos ocupa se cite también como locus arcis marmoricis.
Al templo del Apóstol se une una estancia para el obispo, ya que Teodomiro, sin olvidar su sede original en la vecina localidad de Iria, mantiene desde el primer momento residencia en el lugar, incidiendo así en la relevancia que se le concede al naciente santuario. Se completa el lugar de Santiago con un baptisterio y un pequeño cenobio para los monjes que se van a encargar del culto.
El recinto de los monjes lo formaron la iglesia del Salvador, haciendo frente con la de Santiago y en la que se integraron también sendos altares consagrados a los otros dos grandes apóstoles de Cristo -San Pedro y San Juan-, una zona residencial y un cementerio. Cada uno de los recintos contaría con su propia estructuración jurídica, pero con un único objetivo conceptual: un espacio convertido en sagrado por la fuerza taumatúrgica de la presencia en él de un cuerpo apostólico, en una tradición que enlazaba con la difusión del culto a los santos surgida en Oriente (s. IV) y que se había ido concretando en el nacimiento de centros de peregrinación muy conocidos, como el de San Simeón el Estilita, en Siria.
A finales del siglo IX surgirá alguna nueva construcción, como la iglesia de Santa María de A Corticela, se mejorarán y se ampliarán las existentes, se levantará un primer hospital de peregrinos, y se irá definiendo un rudimentario sistema defensivo que abarca todo el contorno del locus sanctus, unas tres hectáreas de superficie.
La realidad conceptual del locus como exclusivo entorno-santuario se mantiene, sin apenas interferencias, hasta mediados del siglo X. No sucede lo mismo con la proyección que rápidamente logra el sepulcro de Santiago, inusual para aquellos duros tiempos de la Alta Edad Media. Es así como comienza a propiciar el asentamiento estable de numerosas y variadas personas en las imediaciones. Por este tiempo tenemos la primera noticia de un franco establecido al pie del santuario. Este proceso origina pronto una trama urbana que, al contrario de lo sucedido en otros santuarios, acabará dando lugar a una ciudad, una de las más grandes de la España cristiana de su tiempo. Esta situación acaba incidiendo en la identidad perfectamente diferenciada que había mantenido el locus sancti Iacobi.
En el siglo XII las fuentes documentales, como mantiene López Alsina, pasan a referirse al enclave como civitas, ya no como locus sanctus. Era el resultado de un largo proceso que llevó a convertir el locus cultural y monástico inicial en un ámbito urbano. El símbolo más revelador de este proceso va a ser la muralla del obispo Cresconio -a mediados del siglo XI- que, con un perímetro de unos dos kilómetros, ya no protege únicamente el espacio del santuario, sino también un burgo en continuo proceso de expansión. [MR]