XacopediaStarkie, Walter

Hispanista, viajero y escritor irlandés (Dublín 1894-Madrid 1976). A efectos de registro civil, se llamaba Walter Fitzwilliam Starkie, pero no era por ese nombre por el que se le conocía, sino por el de Walter Starkie, con el que firmó sus libros (entre ellos The Road to Santiago: Pilgrims of St. James, de 1957), o Don Gitano, un alias sobradamente justificado en alguien que hablaba perfectamente el romaní y que llegó a ser presidente de la Sociedad Mundial de Gitanos, o Don Gualterio, sonorizando su onomástico en castellano, el idioma del país al que amó, en el que transcurrió buena parte de su vida, en el tuvo infinidad de amigos, en el que murió y en el que está enterrado.

Había nacido en Dublín el 9 de agosto de 1894, hijo del matrimonio formado por William Joseph Milles Starkie, helenista, traductor de Aristófanes, y May Caroline Walsh. Su padre fue el último comisario residente de Educación Nacional para Irlanda, y su tía Edyth estuvo casada con Arthur Rackham, pintor e ilustrador justamente renombrado (la Tate Gallery de Londres exhibe su obra), y fue también ella misma pintora de buen oficio. Por si tales credenciales no avalasen de sobra la ascendencia de un futuro hombre de letras, añadamos que su padrino fue John Pentland Mahaffy, el tutor de Oscar Wilde. En resumidas cuentas: una familia ilustrada, de posibles, con importantes relaciones sociales, muy bien considerada en los ambientes intelectuales dublineses de los años inaugurales del pasado siglo. No es de extrañar, pues, que el chico creciese rodeado de pintores, escultores, escritores y eruditos en las más diversas disciplinas.

El joven fue educado en la Shrewsbury School y en el prestigioso Trinity College de Dublín, donde se graduó en historia y literatura clásica. Hubiera podido llegar a ser un buen violinista y, de hecho, nunca dejó de tocar ese instrumento, que llegó a ser compañero irrenunciable en sus andanzas de trotamundos. Pero los planes paternos contemplaban para el joven Walter una carrera más tradicional y, sobre todo, un modo de vida más seguro, quizá con el desempeño de una cátedra universitaria o con un destino burocrático en la alta Administración. Hay un cuento de Camilo José Cela, incluido en el libro El bonito crimen del carabinero y otras invenciones (José Janés editor, 1947), cuyo inspirador y protagonista es Starkie. Comienza con estas palabras: “Había una vez, a lo mejor hace ya muchos años, un viajero irlandés, comilón, andarín, bebedor y gordinflón, que se llamaba de nombre don Walter”. No es un mal retrato, aunque incompleto: también era generoso, cortés, políglota, erudito y melómano.

Padecía asma crónica, razón por la cual viajaba con frecuencia a Italia, convencido de que el clima de ese país resultaba muy beneficioso para su dolencia. Durante uno de sus viajes conoció en Génova a una enfermera de la Cruz Roja, de nombre Italia Augusta Porchietti. Se casó con ella y tuvieron dos hijos, un chico, Landi Willian, y una chica, Alma Delfina.

Continuador de la mejor tradición hispanista entre los escritores de habla inglesa (la lista es inagotable y se extiende de Richard Ford a Gerald Brenan y de Borrow al propio Starkie; entre todos ellos, por cierto, es muy fácil establecer numerosas afinidades), su interés por los temas españoles queda ya acreditado en 1924, cuando la Universidad de Oxford publica su Jacinto Benavente, al que siguieron Spanish Raggle-Taggle (Londres, 1933), cuya traducción al castellano editó Espasa Calpe en 1937 con el título de Aventuras de un irlandés en España; Don Gypsi, de 1936 [traducida al castellano como Don Gitano (Barcelona, 1944)] y Grand Inquisitor (Londres, 1940), cuya primera edición española vio la luz con el título de La España de Cisneros (Barcelona, 1942). Pero además de por sus propios estudios e investigaciones, las garantías de Starkie como hispanista ya estaban sobradamente forjadas a través de sus cuidadosas traducciones de dos de las más representativas novelas de Pérez de Ayala, Tigre Juan y El curandero de su honra, y del todavía imprescindible ensayo de Menéndez Pidal sobre Los españoles en su historia y literatura. Su irrevocable deseo de traducir el Quijote se quedaría en una versión reducida, precedida, eso sí, de un luminoso e interesantísimo prólogo. Tendría que pasar medio siglo para que otro destacado hispanista, John Rutheford, culminase el proyecto de Starkie.

Ya queda dicho que su interés por nuestro país se remontaba a los principios de los años veinte, pero realmente la completa integración en la cultura española no se produjo hasta 1940, cuando fue nombrado director del Instituto Británico en Madrid y convirtió esa institución en un centro de cordial acogida para cuantos escritores y artistas de la época mantenían respecto al régimen una actitud crítica y distante, sino francamente hostil. Fue amigo de Antonio Espina, escritor olvidado y genial, español indómito; del pintor Gregorio Prieto, el pintor de Valdepeñas que guardó tantos secretos de Cernuda; de Menéndez Pidal, de Baroja, de su sobrino Julio Caro, de Cela, de Luis Calvo (alguien lo dijo: hombre de biografía repleta de misterios y anécdotas), y de muchas de las gentes de nuestro teatro de entonces, con las que se sentía en particular sintonía, no en vano había sido director del Abbey Theatre de Dublín y profesor de arte dramático en el King’s College de Londres.

Tras haber peregrinado tres veces a Compostela, una siguiendo la Vía Tolosana (se iniciaba en Arlés y era la que acostumbraban a seguir los peregrinos que venían de Italia y de la Provenza) y dos la Vía Turonensis (corresponde a la arteria natural que une Francia con España y fue la más frecuentada por los ingleses), en el Año Jubilar de 1954 Starkie decide realizar nuevamente el camino de Arlés (“no hay lugar más apropiado para emprender mi peregrinación que la imponente avenida de los Campos Elíseos”) y se propone anotar cuantas anécdotas y peripecias le sucedan en él, con intención de reunirlas en un libro. Es así como nace la obra The road to Santiago. Pilgrims of St. James, que publicará en 1957 en Londres el editor John Murray. Será al año siguiente cuando el inolvidable editor madrileño Manuel Aguilar publique la traducción española del libro, realizada por Amando Lázaro Ros, un periodista y escritor políglota que por entonces ya ha traducido a nuestro idioma nada menos que a Dickens y es reponsable de una cuidadosa versión de Les fleures du mal, de Baudelaire. Inexplicablemente, The Road to Santiago no cuenta todavía con traducción al gallego.

Pese a sus preferencias por la Vía Tolosana, Starkie no es un peregrino con piloto automático. Ni con orejeras, ni con guía turística en el bolsillo. Su curiosidad se impone con frecuencia a la rigidez de un itinerario estricto. La desviación asturiana, eso que los cazadores de subvenciones dan ahora en llamar “O Camiño Norte”, constituye para él un atractivo que bien merece el esfuerzo que supone el paso de Pajares, particularmente arduo si la caminata se afronta en los rigores invernales. Tampoco hay que esperar de Starkie una mera descripción paisajes y monumentos: más bien al contrario, lo que abundan en su libro son referencias históricas, alusiones legendarias, costumbrismo, tipos pintorescos, observaciones, en fin, de un caminante jacobista de curiosidad universal y a quien las gentes le interesan más que las piedras, por muy sagradas que estas sean.

Centrándonos en el tramo gallego del Camino, digamos que el primer ser humano con que tropieza Starkie nada más dejar tierras leonesas y poner pie en O Cebreiro es un gaiteiro, Eladio, que marcha a Portomarín. “Galicia es el paraíso del gaitero y usted los encontrará en todas las aldeas”, le dice al irlandés. “Muchos de ellos”, añade socarronamente, “son, además, ciegos, pero ganan más dinero que bastantes que tienen sus dos ojos”.

Eladio y don Gualterio hacen muy buenas migas. “Pronto nos convertimos en dos amigos de sangre y seguimos caminando hasta nuestro próximo lugar de descanso”, anota Starkie. Triacastela es la etapa siguiente. El cura del pueblo los invita a cerveza y les comunica su disgusto: “Estoy fastidiado porque, como este es un año santo, llegan aquí los peregrinos en tan gran número en autocares, coches y a pie, que la aldea es incapaz de atenderlos”.

De Triacastela siguen a Samos, cuyo monasterio era bien conocido de Starkie por haber pasado en él “días felices” antes de la Guerra Civil, y desde allí siguen por el valle de Sarria, con su enigmática iglesia de Barbadelo.

En Portomarín, “una aldeíta olvidada”, Starkie conocerá allí a un personaje cuya picardía y sagacidad dejarán en el peregrino una profunda huella. Se trata del cura párroco, al cual dedicará todo un capítulo de su libro: El vicario de Portomarín. La conversación entre el escritor y el clérigo está llena de complicidad, sabiduría y astucia. El buen cura expresa sentenciosamente la afinidad entre uno y otro: “Me imagino que lo más parecido a un gallego es un irlandés”.

De Portomarín, a Lugo. El gaiteiro Eladio se despide y Starkie acude a presentar sus respetos a la Virgen de los Ojos Grandes, patrona de la ciudad. Después de dormir en una fonda cercana a la muralla romana, continúa su marcha saliendo por la puerta de Santiago y atravesando el viejo barrio de San Lázaro. Es aquí donde tropieza con un afilador charlatán, por boca del cual descubre los secretos del barallete, la jerga de los del oficio. Caminan juntos unos pocos kilómetros. De vez en cuando, el afilador hace sonar su flauta, de la que arranca una música que a Starkie la recuerda “la de los caramillos de Pan de los pastores de Albania y del norte de Grecia”.

Dejando atrás Lestedo, el peregrino llega Vilar de Donas, en Palas de Rei. El joven párroco le muestra amablemente la hermosa iglesia románica del antiguo cenobio y, al tiempo que se detienen en la hermosura medieval de las giocondas pintadas en los muros, le advierte sobre lo que a nuestro mundo se le viene encima: “Cada país está hoy amenazado desde dentro por la quinta columna del comunismo internacional”.

En Melide se celebran las fiestas del Carmen y la villa está abarrotada de gente bulliciosa. Todas las calles aparecen engalanadas “con banderas rojo y gualda”. Las tracas estallan, los tambores resuenan. A mediodía, come en la fonda de Calvo, cuyo propietario es viejo amigo del caminante. Tras el almuerzo, A Castaneda, la villa de Arzúa, Ferreiros y A Sabugueira. Desde aquí, a un paso como quien dice, el arroyo de A Lavacolla. Y a continuación, el Monte do Gozo, el “Monte Gaudi” de los textos latinos. “Debajo de mí, dibujados sobre el fondo de colinas y del firmamento llameante, vi clara e inconfundiblemente en el oeste los tres campanarios de la catedral de Santiago”. Era el 15 de julio de 1954.

En 1957, los Starkie se trasladaron a Estados Unidos, en varias de cuyas universidades Walter impartió clases. Su último destino docente fue el de profesor residente en la Universidad de California, en Los Ángeles. Tras su jubilación, en 1970, regresó con Italia, su mujer, a vivir en Madrid. Falleció a consecuencia de un inmisericorde ataque de asma el 2 de noviembre de 1976. Su esposa apenas le sobrevivió seis meses. [JSG]


¿QUIERES DEJAR UN COMENTARIO?


**Recuerda que los comentarios están pendientes de moderación