Estableció los principios de la hospitalidad que sus monjes habían de observar con los peregrinos y necesitados. Los seguidores de la regla benedictina desarrollaron una intensa labor de atención a los peregrinos a lo largo de todos los caminos de Santiago.
Benito nació en Nursia, Italia, en el año 480. Su adinerada familia le proporcionó una sólida formación humanística en Roma, pero él, decepcionado con todo lo que veía en la ciudad, decidió retirarse al monte Subiaco para llevar una vida de ermitaño en una cueva, dedicado a la oración. Sólo su amigo Román le hacía llegar un pedazo de pan para saciar su hambre. Dicen que allí se le apareció el Diablo en forma de mirlo para tentarlo; Benito lo apartó de su lado con la señal de la cruz pero el animal ya lo había tentado; sólo consiguió dominar sus impulsos ayudado por la oración y la mortificación de su cuerpo, arrojándose contra una zarza.
Años más tarde, se unió a un grupo de monjes que formaban una pequeña comunidad en Vicovaro y que lo hicieron prior. Pero pronto llegaron las desavenencias por su riguroso concepto de la disciplina y de lo que de-bían ser las normas que habían de regir la vida diaria de los monjes. Algunos de sus compañeros decidieron envenenarlo. Cuenta la leyenda que pusieron vino en su copa pero al ser bendecida por Benito antes de beber, se rompió en mil pedazos. Decepcionado con sus compañeros, pidió a Dios que los perdonase y abandonó el monasterio.
Cuando retornó a Subiaco, consiguió congregar a un grupo de monjes dispuestos a seguir su modelo de vida, basado en el ora et labora que luego sería el lema de su regla. Creía en el trabajo y en la oración como vías que dignificaban al ser humano y lo conducían a la santidad. Cuentan que un día uno de sus discípulos estaba segando la hierba con una hoz y se le desprendió la cuchilla de hierro del mango y cayó a un lago. Benito cogió el mango, lo metió en el agua y el hierro se volvió a unir al mango para que pudiera continuar con su trabajo.
Pero la oración y el trabajo en el monasterio no eran suficientes. Los seguidores de Benito debían dedicar su vida también al servicio de los más necesitados, curando a los enfermos, consolando a los tristes o proporcionando a los pobres alojamiento, ropa y alimento. Entre sus seguidores se encontraban dos hermanos, Mauro y Plácido. Un día Plácido cayó al agua y Benito ordenó a Mauro que se arrojase a salvar a su hermano; a pesar de que no sabía nadar, la intercesión de Benito logró que los dos hermanos salieran del agua sanos y salvos. Se cuenta también que una vez llegó a invocar a Dios para que resucitase a un niño, ante las súplicas de su padre, y sus oraciones fueron escuchadas.
La fama de sus milagros y el deseo de muchos de seguir su modelo de vida hicieron que sus seguidores fuesen cada vez más numerosos, lo que provocó la envidia de Florencio, un sacerdote que tenía su parroquia cerca del monasterio. Un día le envió como obsequio un pedazo de pan envenenado, pero, cuando Benito descubrió la trampa, mandó a un cuervo al que alimentaba a diario llevarse el pan en su pico y arrojarlo donde nadie pudiese encontrarlo. Cuando el cuervo cumplió su misión, volvió a recibir el alimento que Benito le solía proporcionar. Florencio, por su parte, recibió el castigo de Dios al morir aplastado por el derrumbamiento de su vivienda, lo que produjo en Benito una inmensa pena.
En Monte Cassino, fundó un nuevo monasterio y sobre las ruinas de un viejo templo dedicado a Apolo construyó un oratorio bajo la advocación de San Martín, cuya imagen compartiendo su capa con un pobre es una buena representación de la hospitalidad benedictina, y otro en honor a San Juan Bautista. Cuenta la leyenda que Apolo, en venganza, cuando estaban construyendo el monasterio, derrumbó una de sus paredes y aplastó a un monje; Benito se puso a rezar y, al retirar los escombros, apareció el monje ileso. Otra leyenda asegura que un día los monjes encontraron cerca de allí una piedra que querían utilizar en la construcción del monasterio, pero eran incapaces de moverla aunque no parecía tan pesada; cuando llegó Benito, bendijo la piedra y lograron transportarla con facilidad.
Como prueba de su espíritu hospitalario, se cuenta que, estando la vecina ciudad de Cassino asolada por el hambre, Benito mandó repartir entre los pobres todos los víveres que había en el convento y tan sólo dejó cinco piezas de pan. Sus compañeros temían quedar pronto también sin comida pero él les dijo que el Señor les devolvería con creces lo que habían dado. Al día siguiente, encontraron a las puertas del monasterio doscientos sacos de harina.
En Monte Cassino sobre el año 540 escribe la santa regla, que especifica las normas por las que se han de regir los monjes que “viven en un monasterio y militan bajo una regla y un abad”, y consta de un prólogo y 73 capítulos. El prólogo comienza con estas palabras: “Escucha, hijo, los preceptos del Maestro e inclina el oído de tu corazón; recibe con gusto el consejo de un padre piadoso y cúmplelo verdaderamente. Así volverás, por el trabajo de la obediencia, a aquel de quien te habías alejado por la desidia de la desobediencia. Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey”. Aunque en principio la regla estaba destinada a ordenar la vida del cenobio, pronto se fue extendiendo y dando a conocer, y desde principios del siglo IX se impuso en la mayor parte de los centros monásticos de la Europa occidental.
Su hermana gemela Escolática, que estaba al cargo como abadesa de un centro monástico regido por la norma dictada por Benito, se encontraba a menudo con él fuera de sus respectivos conventos. Un día Escolástica le pidió a su hermano que no volviese esa noche al monasterio y se quedase hablando con ella de Dios. Como Benito se negó, ella rogó al Santísimo que le impidiese regresar y, de pronto, se levantó una gran tormenta y Benito no pudo volver al monasterio. Desde entonces, se la invoca como abogada contra los rayos y tempestades. Pasados tres días, Benito se encontraba ya en el convento y tuvo una visión por la que contemplaba el alma de su hermana subida al cielo por un ángel.
Mandó a unos monjes que fuesen a buscar sus restos mortales y fue enterrada en Monte Cassino. Cuarenta días más tarde, en marzo del año 547, moría también Benito y los monjes le dieron sepultura junto a su hermana.
La Regla de San Benito está basada en el cumplimiento de los mandamientos, en la obediencia al abad, en la consagración a la oración y en el trabajo como instrumentos de santificación y el ejercicio de la caridad. Así, el capítulo IV, dedicado a Los instrumentos de las buenas obras, destaca entre los deberes del monje no hacer al otro lo que uno no quiere para sí, alegrar a los pobres, vestir al desnudo, visitar al enfermo, sepultar al muerto, socorrer al atribulado, consolar al afligido o no abandonar la caridad.
Estas prácticas de servicio a los necesitados recogidas en la norma benedictina hicieron de estos monjes unos perfectos anfitriones para llevar a cabo la imprescindible tarea de hospitalidad con los peregrinos en los caminos de Santiago. No en vano, en el capítulo LVIII de la Regla de San Benito, dedicado a La recepción de los huéspedes, se dice: “Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha de decir: Huésped fui y me recibieron. A todos dése el honor que corresponde, pero sobre todo a los hermanos en la fe y a los peregrinos […]. Al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo […]. Debe haber una cocina aparte para el abad y los huéspedes, para que estos, que nunca faltan en el monasterio, no incomoden a los hermanos, si llegan a horas imprevistas […]. Un hermano, cuya alma esté poseída del temor de Dios, se encargará de la hospedería, en la cual habrá un número suficiente de camas preparadas […]. No trate con los huéspedes ni converse con ellos quien no estuviere encargado de hacerlo. Pero si alguno los encuentra o los ve, salúdelos humildemente, como dijimos, pida la bendición y pase de largo, diciendo que no le es lícito hablar con un huésped”.
La obligación de recibir a los pobres y peregrinos como si fueran el mismo Jesucristo, expresada en los Evangelios y recogida en la Regla de San Benito, es destacada también en el capítulo XI del libro V del Códice Calixtino, que dice que “los peregrinos, tanto ricos como pobres, han de ser caritativamente recibidos y venerados por todas las gentes cuando van o vienen a Santiago. Pues quienquiera que los reciba y diligentemente los hospede, no sólo tendrá como huésped a Santiago, sino también al Señor”.
El papa Gregorio Magno impulsó, entre los años finales del siglo VI y los primeros del VII, la expansión de la orden. En el año 790, Carlomagno pidió al monasterio de Monte Cassino, donde San Benito la había redactado, una copia de su regla y ordenó a todos los centros monásticos de su extenso imperio que la aprendiesen y la siguiesen, aunque no siempre tuvo éxito. Esta labor fue continuada por su hijo Ludovico el Piadoso que, con ayuda de Benito Aniano y de la Iglesia de Roma, consiguió una gran implantación en todo el Imperio Carolingio.
El hallazgo, en el primer cuarto del siglo IX, de la tumba que contenía los restos del apóstol Santiago y de sus discípulos Teodoro y Atanasio, realizado por el eremita Paio y confirmado por el obispo Teodomiro, fue considerado por el rey Alfonso II el Casto como una magnífica noticia, ya que pensaba que la potenciación del culto y la veneración de sus restos mortales en un santuario levantado en el lugar donde fueron encontrados podría ayudar en la tarea de la Reconquista, al considerar a Santiago como patrón e intercesor a favor de los ejércitos cristianos frente a los sarracenos. Así pues, mandó construir un templo que acogiese sus restos y fundó en sus inmediaciones el monasterio de San Salvador, hoy llamado de San Paio de Antealtares, a cuyo cuidado puso a doce monjes benedictinos, encabezados por el abad Ildefredo, para que se ocuparan del culto y la atención a los peregrinos. Sin duda el monarca, al encomendar el monasterio a la Orden de San Benito, tuvo en cuenta las obligaciones que la regla imponía con respecto a la atención a los pobres y peregrinos, pero también debió de influir en su decisión el hecho de que había sido acogido y educado durante su infancia por los monjes benedictinos de Samos.
Poco después del descubrimiento del sepulcro apostólico y de la construcción del santuario, unos monjes se establecieron en sus inmediaciones, en un lugar llamado Pinario, y celebraban sus oficios en la capilla de la Corticela. Compartían con los de Antealtares la misión de custodiar el santo sepulcro del apóstol Santiago.
Desde Cluny se inicia en el año 910 una reforma de la orden benedictina que es seguida por las principales abadías de Suiza, Francia, Italia, Inglaterra y España. Sin embargo, en 1098 se funda la abadía del Cister, que propugna una vuelta al rigor de la Regla de San Benito, pero, contrariamente a los benedictinos, rebajaba el poder del abad de cada cenobio en beneficio de un abad general. Los monjes blancos se escindieron así de los benedictinos.
Con el tiempo, se van creando también otras órdenes religiosas que, aunque tienen sus características particulares, siguen como modelo básico de vida monástica el dictado por la Regla de San Benito. Aparecen así los camaldulenses, los cartujos, los agustinos, los trinitarios, los franciscanos, los dominicos, los carmelitas, los mercedarios, los jerónimos, etc.
Con la reforma de las órdenes regulares decretada en 1493, los monasterios gallegos pasaron a depender de la Congregación de San Benito de Valladolid.
Todos estos centros monásticos tejieron a lo largo de los siglos una red asistencial y hospitalaria en el Camino de Santiago sin la que sería imposible concebir la peregrinación a Compostela. La importancia de la orden benedictina en los Caminos de Santiago puede verse en los centros monásticos o en las iglesias que se encuentran bajo su advocación y en las numerosas representaciones iconográficas del santo.
En Francia, cabe destacar las abadías de Vezelay, que acoge en su basílica los restos de María Magdalena y que el Códice Calixtino recomienda visitar a los peregrinos a Santiago, Moissac o la de San Juan de Angèly, que custodia la cabeza del Bautista y cuya visita está indicada también en el Códice Calixtino. En Portugal, debemos citar entre otros el monasterio de Santo Tirso, donde nació San Rosendo, que luego sería virrey de Galicia, administrador de la Diócesis de Santiago de Compostela y fundador de monasterios regidos bajo la Regla de San Benito, como el de Celanova. En España, y sólo a modo de ejemplo, podemos señalar los de Montserrat, Santo Domingo de Silos, San Salvador del Monte Irago, San Isidro de Dueñas, Santa María de Ripoll, etc.
En Galicia, sin duda el monasterio benedictino más importante en cuanto a la acogida de peregrinos jacobeos es el de San Xulián de Samos, en el Camino Francés, pero también podemos señalar el de San Salvador de Vilanova de Lourenzá o el de Sobrado en el Camino del Norte, los de San Salvador de Lérez, San Pedro de Tenorio o San Xoán de Poio en el Camino Portugués, San Martiño de Xuvia en el Camino Inglés, etc.
En Santiago de Compostela, sólo en el entorno de la catedral de Santiago, tenemos los monasterios de San Paio de Antealtares y de San Martiño Pinario, y en cuanto a templos, la iglesia de San Bieito do Campo, fundada ya en el siglo X.
En la iconografía, también existen abundantes ejemplos de la importancia de la orden benedictina en las numerosas representaciones del santo. Suele aparecer vestido de abad, con el báculo en una mano y en la otra el libro de la regla benedictina, y la mitra a sus pies como símbolo de su renuncia al episcopado, acompañado del cuervo que se llevó en la boca el pedazo de pan con el que quisieron envenenarlo, o con la copa de vino con la que trataron también de matarlo. Asimismo, encontramos representaciones de sus discípulos Mauro y Plácido o de su hermana Escolástica. En la fachada barroca de San Martiño Pinario, aparece la imagen del santo y en la iglesia también se representan escenas de su vida, de Mauro, Plácido y Escolástica.
El papa Pablo VI, que consagró el reconstruido monasterio de Monte Cassino, fundado por San Benito, lo nombró en 1964 patrón de la Europa que Goethe dijo que se hizo peregrinando a Santiago. El pontífice actual, Benedicto XVI, lleva su nombre. [JS]