Se entienden como tales los restos óseos y determinados objetos que habrían podido pertenecer o estar en contacto con el apóstol Santiago el Mayor. De los primeros, se conservan los fragmentos depositados en la urna de plata de la cripta de la catedral de Santiago de Compostela. A lo largo de la historia se han invocado reliquias y cuerpos de Santiago en otros lugares de Europa, pero los únicos autentificados por la Iglesia al más alto nivel -la última vez en 1884- son los existentes en la catedral compostelana y una fragmento óseo conservado en Pistoia (Italia) donado por el arzobispo santiagués Diego Gelmírez (s. XII) a su amigo Atón, obispo de esta diócesis italiana. Se cree que esta pudo ser la última reliquia extraída del esqueleto atribuido a Santiago, antes de que su sepulcro se volviese inaccesible al levantar sobre él una estructura para construir el altar mayor de la catedral románica (s. XII).
De los objetos que la tradición compostelana consideró a lo largo de la historia relacionados con la vida del Apóstol -el hacha o cuchillo con el que lo decapitaron, las cadenas con las que lo amarraron antes de matarlo, fragmentos de sus vestiduras, etc.-, y que se citan en numerosas crónicas, sobre todo de peregrinos, sólo sobrevive el bordón. Se conserva en la catedral compostelana en el entorno del altar mayor en un relicario metálico con forma de columna que impide su visión. Por algún raro motivo pasa casi desapercibido en el presente, tras ser de gran veneración por los peregrinos en el pasado.
Puede que la casi imposible relación de estos objetos con la realidad histórica haya hecho que algunos fuesen olvidados y otros, como el bordón, sobrevivan en una especie de sueño de los tiempos del que nadie parece interesado en despertarlo.
Todos los historiadores coinciden en que las reliquias de los santos, sobre todo de aquellos que habían estado en contacto directo con Cristo -sus apóstoles-, fueron fundamentales para las peregrinaciones surgidas en Europa durante la Edad Media. Fue un proceso que se había iniciado hacia el siglo II, cuando los cristianos comenzaron a preservar los restos de los santos no sólo por veneración y respeto sino también -y esta es la novedad- por su poder intercesor ante Dios. Señala el medievalista Fernando López Alsina que “los santos, especialmente los mártires, que habían sellado su triunfo con la muerte, fueron invocados como poderosos protectores celestiales en la lucha individual del creyente contra las fuerzas del mal. La capacidad intercesora y taumatúrgica del mártir se potenciaba si se le invocaba en la proximidad física de sus reliquias, en su sepulcro. Una combinación de ambos principios dio lugar a la peregrinación penitencial”.
También para el experto jacobeo alemán Robert Plötz, el culto a las reliquias fue el factor determinante para el origen de la peregrinación jacobea: “Estas [las reliquias] se consideraban puertas al cielo, ya que los mártires, en particular, esperaban ante el altar celestial inmediatamente después de su muerte, como se prometía en el Apocalipsis.”
Si resultaban relevantes las reliquias, más lo era la presencia de cuerpos santos -las reliquias de supremo valor- cuya sepultura era conocida. Es el caso de Santiago, que unía a esta condición -la localización de su sepultura- la de apóstol de Cristo -sólo los sepulcros de Pedro y Pablo en Roma podían hacerle sombra- y la de haber sido el primer mártir entre los apóstoles. No cabía una intercesión más significativa. A todo esto se añadía el valor penitencial que tenía la peregrinación desde Europa hasta su lejano sepulcro en el extremo occidental del mundo conocido, en el finis terrae, en cuya dirección viajaban las almas de los muertos, reminiscencia de las antiguas creencias paganas, todavía presentes en el imaginario popular.
Durante el siglo XVI las posiciones renovadoras de la Reforma pusieron en tela de juicio el valor intercesor de las reliquias. Resultó un paréntesis temporal. La Iglesia católica reaccionó ante las fundadas críticas con una búsqueda inicial de un mayor rigor. Los propios restos de Santiago llegaron a ser puestos en entredicho por significativas personalidades de la Iglesia. Sin embargo, pasado este periodo de tensión, la normalidad regresó al mundo de las reliquias del orbe católico reafirmadas como cuestión de fe, lo que suponía que al hecho de su realidad histórica -se realizaron en todo caso procesos de autentificación como el que vivieron las de Santiago en 1884- se superponía el bien que producían en el alma del creyente, salvo pruebas en contra de decisiva evidencia.
Con el soporte de imprecisas noticias europeas existentes desde el siglo VIII sobre un enterramiento occidental del Apóstol, la tradición compostelana sostiene que su cuerpo, una vez decapitado en Jerusalén, fue recuperado por sus discípulos, trasladado en barco hasta las costas gallegas y sepultado en un lugar de la desaparecida diócesis de Iria Flavia. En las primeras décadas del siglo IX en ese lugar, identificado como Libredón y más tarde como Compostela, se descubren su sepultura y sus restos. Aquí estaría, por lo tanto, su cuerpo íntegro.
Pese a esta tradición, siempre ha estado en duda si los restos aparecieron completos o no. Es sabido que en más de una ocasión se ha afirmado que su cabeza se habría conservado en el templo cristiano de Santiago de Jerusalén, el sacrosanto lugar que la tradición considera el de su martirio. El cristianismo armenio así lo ha mantenido a través del tiempo.
La Iglesia compostelana, quizá por la lejanía espacial y cultural, apenas ha rivalizado con los armenios en esta cuestión. Se ha sentido mucho más molesta con el hecho de que otros lugares de Europa se considerasen depositarios del cuerpo o de determinadas reliquias del santo. Ya el Codex Calixtinus (s. XII) reacciona con furia ante estas pretensiones. Lo dice su libro V: “Este cuerpo [el de Santiago] también se considera inamovible, conforme al testimonio de San Teodomiro, obispo de la misma diócesis [Iria Flavia], que lo encontró hace tiempo y no consiguió moverlo. Pónganse, pues, colorados de vergüenza los rivales transpirenaicos, que dicen que tienen una parte de él o sus reliquias. Porque el cuerpo del Apóstol está allí entero [en Santiago], divinamente iluminado con celestiales rubís, ensalzado por divinos aromas indefectibles y olorosos, adornado con refulgentes cirios celestiales y constantemente honrado con obsequios de los ángeles.”
Pese a esta decidida posición, el problema de las reliquias se agravó debido a que desde el tiempo del arzobispo Gelmírez (s. XII) estas no pudieron ser contempladas por los peregrinos. Habrían quedado enterradas en el antiguo edículo sepulcral tras levantar sobre él el nuevo altar mayor de la basílica. Es un misterio por qué Gelmírez no mantuvo o reforzó su valor situándolas en un nuevo y vistoso lugar accesible para el culto. Se ha especulado con la posibilidad de que tratase así de cortar de raíz la constante petición de fragmentos. Pudieron posiblemente haber sido depositadas en algún otro lugar, como en una urna o relicarios en el nuevo altar mayor u otras partes de la catedral, pero no se conservan datos al respecto. Por eso la tradición compostelana siempre ha pasado de puntillas por este periodo oscuro que se prolonga desde el siglo XII a la segunda mitad del XIX.
Se ha dicho que fueron ocultadas por precaución en el siglo XVI cuando el corsario inglés Francis Drake atacó las costas gallegas, permaneciendo desaparecidas en los siglos siguientes. Sin embargo, su ubicación era un tema tabú mucho antes. El peregrino alemán Arnold von Harff (1496-1498) intentó, con suculentas ofertas, que se las mostrasen y no lo logró: “Me dijeron que no es costumbre enseñarlo; que el cuerpo santo de Santiago está en el altar mayor, y que quien lo dudase, en el mismo momento se volvería loco como un perro rabioso. Con esto, me bastó.” Non es el único testimonio en tal sentido.
La incertidumbre se resolvió a los ojos de los creyentes cuando fueron buscadas y localizadas en la propia catedral en 1879, gracias al empeño del cardenal Payá y Rico. Su posterior autentificación por el papa León XIII (1884) colocó las cosas en su sitio e hizo que la peregrinación a Santiago volviese a contar con un fundamento esencial: la reliquia, elemento físico de intercesión ante Dios cuya presencia real es consustancial a la peregrinación que lleva hasta ella. Se hace difícil creer en el éxito actual de peregrinación jacobea sin la inmediatez física de los restos apostólicos, cuyo renacido valor fue tal que sólo en dos ocasiones salieron de la catedral. Fue en 1886 para celebrar su redescubrimiento, y en agosto de 1936 para suplicar por la pronta victoria de los ejércitos franquistas en la Guerra Civil.
La oscuridad histórica que rodea a las reliquias de Santiago -por cierto, como a otras de gran tradición-, hizo que fuesen puestas en duda desde distintos sectores, entre ellos algunos pertenecientes a la propia Iglesia, en varias ocasiones. Se ha llegado a decir que en Compostela estaba enterrada en realidad una mujer de procedencia galaico-romana -la propia Lupa de los relatos de la traslación de Santiago-, el heresiarca Prisciliano (s. IV) e incluso un perro.
Las dos propuestas con más eco han sido las dos últimas. Es Lutero el principal enemigo de las reliquias cristianas a lo largo de la historia. Llega a insinuar que las de Compostela podrían pertenecer a un perro o a un caballo. La teoría del enterramiento de Prisciliano se fundamenta en el hecho de que sus discípulos pudieron regresar con su cuerpo desde su lugar de ajusticiamiento (Tréveris, Alemania) hasta Galicia, donde lo enterrarían y donde sería muy venerado, según ciertos textos antiguos.
En general, este tipo de propuestas sustitutorias nunca alcanzaron éxito popular y casi nunca partieron de la Iglesia oficial. Esta, en sus momentos más críticos, apenas puso en duda la presencia de las reliquias en Santiago; sólo Roma y ciertos sectores españoles rechazaron con contundencia durante parte de la Edad Media la posibilidad de que este apóstol fuese el evangelizador de la península. Sucede que la presencia del cuerpo de Santiago en el extremo occidental hispano se justificaba como símbolo del alcance de su predicación, según ciertas tradiciones cristianas antiguas aplicadas también a otros apóstoles. Si se negaba lo segundo se vaciaba de contenido lo primero. Pese a ello la tradición logró sobrevivir por el sorprendente éxito de la peregrinación jacobea.
No hay constancia oficial de que los restos de Santiago fuesen sometidos a algún examen científico después de 1884, cuando el papa León XIII se limita a aceptar su gran antigüedad, conforme a las conclusiones científicas de la época. Se ha comentado que se habría realizado una inspección en 1993, pero sus resultados nunca han trascendido. La Iglesia sostiene que nunca fueron sometidos a la prueba del carbono 14. Se han realizado tímidas peticiones al respecto, sin éxito.
La pretendida existencia de fragmentos de Santiago esparcidos por el continente europeo nunca ha gustado a la Iglesia compostelana, como ya vimos. Sólo se ha aceptado como auténtica la existente en Pistoia (Italia). Sin embargo, no sólo son numerosas las iglesias que, como veremos, se han atribuido restos de Santiago sino que se dan varios ejemplos de lugares que reclamaron incluso poseer su cuerpo. Al respecto, destaca la teoría del religioso español fray Justo Pérez de Urbel, quien a mediados del siglo XX propuso que las reliquias de Santiago habrían llegado a Compostela procedentes de Mérida (Extremadura), su auténtico lugar de enterramiento peninsular. Se basó para ello en una antigua inscripción con las reliquias existentes en una iglesia de dicha ciudad, entre las que se citaban restos de la cruz de Cristo, de San Juan el Evangelista y de Santiago Zebedeo. En todo caso, las especulaciones principales han tenido en Francia su escenario. A lo largo de los siglos han afirmado disponer del cuerpo de Santiago templos de Angers, Toulouse e Isère, entre otros.
Fragmentos del Apóstol se han ubicado en puntos de Galicia y España, y en países como Reino Unido, Italia, Bélgica, Dinamarca y, sobre todo, de nuevo Francia. Entre los que han tenido más eco citamos la muy famosa mano de la abadía inglesa de Reading. El arzobispo Adalberto de Bremen (s. XI) la habría recibido en Roma del obispo veneciano Vitales de Tocello. Relata Robert Plötz que la preciada reliquia pasó a formar parte del tesoro imperial de Enrique IV, que acabó en poder de Matilde, la esposa de su hijo, Enrique V. Esta la llevó a Inglaterra y su padre, Enrique I, la regaló a la abadía de Reading, desde donde sería trasladada a la iglesia católica de San Pedro de Marlowe, lugar en el que todavía se encuentra. También se han citado otras manos, como la de iglesia de Saint-Vicent de Châteauneuf-en-Thymerais o la que estuvo en posesión del rey Felipe II, que a su muerte pasaría a la Orden de Santiago.
Mención merecen, además, el brazo existente en Troyes, la cabeza de la catedral de Nevers, un fragmento del pie existente en el convento de Notre-Dame de Namur (Bélgica), el diente y parte del hueso de un brazo del celebérrimo hospital de Santiago de París, una famosa reliquia venerada durante mucho tiempo en Venecia, etc. Aunque alguno de los fragmentos se citaban como de origen compostelano, la gran mayoría era de procedencia desconocida.
En España hay referencia de restos atribuidos a Santiago en Burgos, Tortosa, Villafranca de Montes de Oca, Sahagún, León, Santiago de Peñalba, Sobrado dos Monxes, etc. El padre Fita hizo en 1881 una amplia relación de estos. El éxito de la peregrinación a Santiago incidió sin duda en la expansión de este mapa. Hubiesen sido necesarios varios cuerpos de Santiago para darle sentido. Todavía en el siglo XVIII se solicita desde Lleida, con una notable tradición jacobea, algún fragmento de las reliquias compostelanas. Lo curioso es que el Cabildo catedralicio acuerda “enviarle alguna”, cuando supuestamente estaban desaparecidas desde el siglo XVI. También se ha dicho que López Ferreiro y Labín Caballo, quienes localizaron las reliquias de nuevo en 1879, recibieron cada uno un pequeño fragmento de los huesos atribuidos al Apóstol. Labín lo habría llevado para su tierra cántabra.
En sentido amplio las de Santiago no son las únicas reliquias jacobeas existentes. Ya desde el siglo XII, gracias al Liber Sancti Jacobi (Codex Calixtinus), sabemos que las cuatro grandes vías francesas de peregrinación a Compostela eran una sucesión de estaciones de romería, con sus respectivas reliquias de distintos santos, que llevaban hasta la gran reliquia compostelana. Lo ha explicado de forma muy gráfica Díaz y Díaz: “El itinerario que pudiéramos denominar geográfico a Compostela está doblado por otro itinerario espiritual, en el que se indican todos los santuarios que el peregrino encuentra en el camino; pero lejos de entrar en competencia con ellos, como era habitual, procurando desprestigiarlos de algún modo -hay ejemplos de esto incluso en el propio Liber- se incita a los peregrinos a que los visiten, sometiendo estos santuarios de alguna forma al gran objetivo de la peregrinación jacobea, Santiago mismo.”
Resumiendo, en la Vía Turonense eran lugares de peregrinación el lignum crucis y el cuerpo y el cáliz de San Evurcio, en Orleáns; el cuerpo del célebre San Martín, que se convertiría en una de las principales advocaciones del Camino, en Tours; en Poitiers, el cuerpo de San Hilario; la cabeza de San Juan Bautista, en Saint-Jean-d’Angely, y ya en Burdeos, la lista abarcaba a Oliveros, Gandelbodo y otros caballeros mártires de Carlomagno. En la Vía de Limoges, sobresalían el cuerpo de María Magdalena, en Vezélay; el de San Leonardo, en Limoges, y el de San Frontón en Périgueux. Siguiendo la relación de rutas hacia el sureste, nos encontramos con la Vía Podiense, algo menos espléndida en reliquias, donde sólo sobresalía el cuerpo de Santa Fe de Conques. Finalmente, en la Vía Tolosana, eran lugar de parada para los peregrinos camino de Santiago las reliquias de San Trófimo, San Cesáreo y San Honorato, así como el cementerio de Aliscamps, en Arles, por los muchos cuerpos santos en él sepultados; ya en Toulouse, eran de visita obligada los restos de San Saturnino, entre otros de esta ruta.
En España el Codex Calixtinus recomienda Santo Domingo de la Calzada, con el cuerpo del santo caminero del mismo nombre, en el Camino Francés, donde también propone la visita a las reliquias de los santos Facundo y Primitivo (Sahagún) y San Isidoro (León). En esta misma ruta, se encontrarían, con el tiempo, otras muchas, como las de San Juan de Ortega; San Lesmes y San Amaro, en Burgos; el cáliz del milagro eucarístico de O Cebreiro, etc. De especial significación fueron, por su leyenda, los cuerpos de los hermanos peregrinos San Guillén y Santa Felisa, en Obanos y su entorno. Fuera del Camino Francés, el principal centro de reliquias fue la catedral de Oviedo, con su Cámara Santa repleta de tesoros tan significativos como el Santo Sudario ovetense, Santa Leocadia, etc. En gran medida, las reliquias de Oviedo generaron un itinerario jacobeo propio que enlazaba León con Santiago a través de esta ciudad asturiana.
En la misma catedral de Santiago se procuró acompañar a los restos de Santiago y a los de Atanasio y Teodoro, sus dos discípulos más directos, según la tradición compostelana, con la de otros santos vinculados directa o indirectamente con el Apóstol. El objetivo era que la gran reliquia apostólica reforzase su valor con la presencia de otras también muy relevantes situadas en un segundo plano. Destacan la cabeza de Santiago el Menor, conservada en un famoso relicario, y varias vinculadas a los varones apostólicos, evangelizadores peninsulares según tradición del sur de España y que la Iglesia compostelana siempre pretendió considerar como discípulos de Santiago. Famosas fueron en este sentido un gran hueso de San Torcuato, legendario obispo de Guadix (Granada), y una reliquia de San Cecilio. [MR]
V. redescubrimiento / Santiago, bordón de / Santiago, sepulcro de